Sólo de lo perdido by Carlos Castán

Sólo de lo perdido by Carlos Castán

autor:Carlos Castán [Castán, Carlos]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2008-03-19T00:00:00+00:00


CIUDAD

En esa época ninguno teníamos calefacción en casa. A lo sumo usábamos esos radiadores eléctricos que a duras penas conseguían dar al frío de las habitaciones un olor como a tostadora recalentada, a plomos siempre a punto de saltar. Todos los amigos del barrio sabían que yo estaba pasando una mala época, se temían que volviera de nuevo a las andadas y empezara otra vez a pasar las noches en vela, bebiendo ginebra y escuchando todos aquellos discos antiguos que más tarde o más temprano acababan haciéndome llorar, Joni Mitchell y ese tipo de cosas, mientras afuera pasaba el tiempo sin mí, como los autobuses medio vacíos del invierno o el viento que de madrugada silbaba entre las grúas. Cada dos por tres se dejaban caer por mi casa, solos o en parejas, e intentaban convencerme para salir a ver alguna película y estirar de paso las piernas, comer algo en cualquiera de las tabernas cercanas y respirar un poco de aire fresco. Todo menos pudrirse ahí, decían, en esa cueva de humo y álbumes desparramados por el suelo, recuerdos y ceniza, con la manta sobre las rodillas y el viejo cuaderno azul de los poemas abierto siempre por la misma página. A veces lo conseguían y a veces no. Pero siempre, después de que se hubieran ido, descubría en la nevera cosas que antes no estaban, embutidos envueltos en papel de plata y fiambreras de plástico con albóndigas en salsa.

A mí no es que me encantase estar ahí, estar así, hundido en aquel pozo de música y cansancio, pero qué queréis que os diga, Gabriela se había ido y yo no andaba precisamente sobrado de ganas de hacer planes, ni siquiera para burlar la angustia durante unas horas y conseguir pasar sin pena ni gloria la tarde de un domingo. Sentía cómo mi vida se venía abajo por momentos, igual que una torre de adobe sobre la que se vacía el cielo de repente, y quería sentir a solas ese dolor que me pertenecía como ninguna otra cosa en el mundo porque era en realidad mi amarga cosecha, la estación gris a la que me habían conducido cada uno de mis pasos de un tiempo a esta parte, cada resbalón, cada minuto, las cervezas de más, las caricias de menos, todas las palabras hasta entonces, las que pronuncié y las que quedaron rotas en la garganta, las noches sin rumbo, la tinta derramada.

Sin embargo, salía bastante más a menudo de lo que mis amigos suponían, lo que ocurre es que prefería hacerlo a solas, perderme por esas tascas de la calle Berruguete donde grupos de abuelos jugaban al mus bebiendo moriles, caminar a la deriva doblando al azar cada esquina, comprar el periódico, tirarlo después en cualquier papelera, sin nadie que vigilase a cada momento si sonreía o no, si estaba tranquilo, y si además de las cañas iba metiéndome algo sólido en el cuerpo. Por lo demás, intentaba escribir, poner un poco de orden en mis ideas y,



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