Numantia by Juan Torres Zalba

Numantia by Juan Torres Zalba

autor:Juan Torres Zalba [Torres Zalba, Juan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2022-11-08T00:00:00+00:00


¿Dónde está Viriato?

Obulco (Hispania Ulterior), finales de septiembre

Cuando en los muros de Obulco[27] se abrió una enorme brecha, los hombres de Serviliano, ávidos de destrucción, penetraron en la ciudad como el plomo fundido, devastándolo y cubriéndolo todo de llanto y muerte.

Obulco no era la primera ciudadela con guarnición lusitana que sufría esta suerte a lo largo de aquel año. Ciudades como Escadia y muchas otras afines a Viriato no eran ahora más que un conjunto humeante de piedras y maderas carbonizadas. Y otras tantas habían sido abandonas al saqueo más cruel donde los hombres eran masacrados y las mujeres violadas en mitad de las calles.

Pero Viriato, desde que se enfrentaran en las cercanías de Cástulo hacía más de un año, seguía sin dar señales de vida. Serviliano llevaba todo el año en su búsqueda, en una gigantesca ofensiva de castigo que le había conducido hasta los conios célticos, en el extremo suroeste de Hispania, después por el valle del río Anas, a continuación por la Beturia, en los confines septentrionales del río Betis y, finalmente, de vuelta a Corduba, por las tierras altas del mismo Betis, pasando a cuchillo a todos y cada uno de los fieles a Viriato, a los que el lusitano parecía haber dejado a su suerte. En este sentido, Serviliano se había hinchado a hacer prisioneros, al menos diez mil, a cortar unas quinientas cabezas y muchas manos derechas. Pero le faltaba el plato principal. Nadie sabía dónde se escondía Viriato.

En los asaltos de las ciudades, normalmente los tribunos militares dejaban que fuesen los centuriones y legionarios los que entraran en primer lugar, pero no era el caso del contubernio de los pedos, que competían por el honor de llegar antes a la cima de la urbe, dado que normalmente todas ellas ascendían hasta una ciudadela dominante.

Fannio y Tiberio irrumpieron con decisión en Obulco, brincando como cabras entre los cascotes y restos del lienzo que acababa de venirse abajo. Detrás lo hicieron Octavio y Quintillo, con algo de torpeza el primero y robusta solidez el segundo.

Una densa bolsa de polvo anaranjado los envolvió de inmediato, al igual que el desmedido griterío de los legionarios que iban entrando y de los defensores que emergían de la polvareda como rápidas sombras asesinas, espada en alto, para evitar la escabechina que estaba por suceder si no cortaban la hemorragia en aquel punto de la fortificación.

El contubernio, bien instruido, formó una compacta línea de escudos y cargó calle arriba, con colosal fuerza, arroyando todo a su paso. De los pisos altos y terrazas de las casas les caía de todo, como había sucedido en Cartago, ya fuesen muebles, ladrillos, piedras y candelabros, pero con la suerte de que iban a impactar, no sobre sus cabezas, sino sobre las de los legionarios comunes, oportunamente defendidos con los escudos en alto antes de propinar formidables patadas en las puertas para acceder a las viviendas y cercenar tanto lanzamiento.

El contubernio de los pedos siguió ascendiendo por la estrecha callejuela, que se bifurcaba en un laberíntico ramal por el que se colaban más y más legionarios.



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