Niebla by Miguel de Unamuno

Niebla by Miguel de Unamuno

autor:Miguel de Unamuno [Unamuno, Miguel de]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1914-01-01T05:00:00+00:00


Capítulo 18

—¡Hola, Rosarito! —exclamó Augusto apenas la vio.

—Buenas tardes, don Augusto —y la voz de la muchacha era serena y clara y no menos clara y serena su mirada.

—¿Cómo no has despachado con Liduvina como otras veces en que yo no estoy en casa cuando llegas?

—¡No sé! Me dijo que me esperase. Creí que querría usted decirme algo…

«Pero ¿esto es ingenuidad o qué es?», pensó Augusto y se quedó un momento suspenso. Hubo un instante embarazoso, preñado de un inquieto silencio.

—Lo que quiero, Rosario, es que olvides lo del otro día, que no vuelvas a acordarte de ello, ¿entiendes?

—Bueno, como usted quiera…

—Sí, aquello fue una locura… una locura… no sabía bien lo que me hacía ni lo que decía… como no lo sé ahora… —e iba acercándose a la chica.

Esta le esperaba tranquilamente y como resignada. Augusto se sentó en un sofá, la llamó: ¡ven acá!, la dijo que se sentara, como la otra vez sobre sus rodillas, y la estuvo un buen rato mirando a los ojos. Ella resistió tranquilamente aquella mirada, pero temblaba toda ella como la hoja de un chopo.

—¿Tiemblas, chiquilla…?

—¿Yo? Yo no. Me parece que es usted…

—No tiembles, cálmate.

—No vuelva a hacerme llorar…

—Vamos, sí, que quieres que te vuelva a hacer llorar. Di, ¿tienes novio?

—Pero qué preguntas…

—Dímelo, ¿le tienes?

—¡Novio… así, novio… no!

—Pero ¿es que no se te ha dirigido todavía ningún mozo de tu edad?

—Ya ve usted, don Augusto…

—¿Y qué le has dicho?

—Hay cosas que no se dicen…

—Es verdad. Y vamos, di, ¿os queréis?

—Pero, ¡por Dios, don Augusto…!

—Mira, si es que vas a llorar te dejo.

La chica apoyó la cabeza en el pecho de Augusto, ocultándolo en él, y rompió a llorar procurando ahogar sus sollozos. «Esta chiquilla se me va a desmayar», pensó él mientras le acariciaba la cabellera.

—¡Cálmate!, ¡cálmate!

—¿Y aquella mujer…? —preguntó Rosario sin levantar la cabeza y tragándose sus sollozos.

—Ah, ¿te acuerdas? Pues aquella mujer ha acabado por rechazarme del todo. Nunca la gané, pero ahora la he perdido del todo, ¡del todo!

La chica levantó la frente y le miró cara a cara, como para ver si decía la verdad.

—Es que me quiere engañar… —susurró.

—¿Cómo que te quiero engañar? Ah, ya, ya. Conque esas tenemos, ¿eh? Pues ¿no dices que tenías novio?

—Yo no he dicho nada…

—¡Calma!, ¡calma! —y poniéndola junto a sí en el sofá se levantó él y empezó a pasearse por la estancia.

Pero al volver la vista a ella vio que la pobre muchacha estaba demudada y temblorosa. Comprendió que se encontraba sin amparo, que así, sola frente a él, a cierta distancia, sentada en aquel sofá como un reo ante el fiscal, sentíase desfallecer.

—¡Es verdad! —exclamó—; estamos más protegidos cuanto más cerca.

Volvió a sentarse, volvió a sentarla sobre sí, la ciñó con sus brazos y la apretó a su pecho. La pobrecilla le echó un brazo sobre el hombro, como para apoyarse en él, y volvió a ocultar su cara en el seno de Augusto. Y allí, como oyese el martilleo del corazón de este, se alarmó.

—¿Está usted malo, don



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