Mujeres enamoradas by D. H. Lawrence

Mujeres enamoradas by D. H. Lawrence

autor:D. H. Lawrence [Lawrence, D. H.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1920-01-01T05:00:00+00:00


20. LOS GLADIADORES

Después del fracaso de su propuesta matrimonial, Birkin había salido de Beldover, ciega y apresuradamente, llevado por una oleada de furia. Estimaba que se había comportado como un necio, y que la escena, en su integridad, había sido una farsa. Pero eso no le preocupaba en absoluto. Le irritaba profundamente, provocando en él burlón desprecio, el que Úrsula hubiera insistido en aquel viejo grito: «¿Por qué me coaccionáis?», y que jamás hubiera abandonado su aire esplendente e insolentemente abstraído.

Birkin fue directamente a Shortlands. Allí encontró a Gerald, en pie de espaldas al fuego del hogar, en la biblioteca, inmóvil como quien se encuentra en un estado de total y vacía inquietud, absolutamente hueco. Gerald había realizado todo el trabajo que se había propuesto, y ya no tenía nada que hacer. Podía salir en automóvil e ir a la ciudad. Pero no quería salir en automóvil ni quería ir a la ciudad, y tampoco quería visitar a los Thirlby. Se encontraba suspenso e inmovilizado, sumido en la agonía de la inercia, igual que una máquina que ha dejado de recibir suministro eléctrico.

Eso era muy amargo para Gerald, que jamás había sabido lo que era el aburrimiento, que sólo había abandonado una actividad para entregarse a otra, que nunca se había encontrado sin nada que hacer. Poco a poco, todo iba deteniéndose en su interior. Ya no quería hacer las cosas que podía hacer. Había en él algo muerto que se negaba a reaccionar ante toda propuesta. Pensó qué podía hacer para evitar los sufrimientos de aquella nada, para aliviar la presión de aquel vacío. Y descubrió que sólo había tres cosas que le excitaban, que le hacían vivir. Una de ellas era beber o fumar hachís, la otra era que Birkin le tranquilizara y la tercera eran las mujeres. Y en aquellos momentos no tenía con quién beber. Y tampoco tenía mujer. Sabía que Birkin se había ausentado. En consecuencia, a Gerald no le quedaba más remedio que soportar la tensión de su propia vaciedad.

Cuando vio a Birkin, una maravillosa sonrisa iluminó su cara. Gerald dijo:

—Rupert, he llegado a la conclusión de que en este mundo todo carece de importancia, salvo la presencia de alguien capaz de limar las aristas de la soledad. Sin embargo, ese alguien ha de ser siempre la persona adecuada.

La sonrisa que destellaba en sus ojos mientras tenía la vista fija en Birkin era asombrosa. Era un puro esplendor de alivio. Gerald tenía la cara pálida, incluso macilenta. No sin despecho, Birkin dijo:

—La mujer adecuada, supongo que quieres decir.

—Desde luego, cuando se puede elegir. Pero si uno no puede encontrar a esa mujer, basta con un hombre divertido.

Gerald dijo estas palabras riendo. Birkin se sentó junto al fuego y preguntó:

—¿Qué estabas haciendo?

—¿Yo? Nada. Me encuentro en un mal momento. Parece que lo tenga todo en contra. Soy incapaz de trabajar y tampoco puedo divertirme. Quizá se deba a que envejezco. Sí, eso se debe a los años, estoy seguro.

—¿Quieres decir que te aburres?

—Pues no sé si me aburro.



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