Mujer desnuda, mujer negra by Calixthe Beyala

Mujer desnuda, mujer negra by Calixthe Beyala

autor:Calixthe Beyala [Beyala, Calixthe]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Erótico
editor: ePubLibre
publicado: 2003-01-01T05:00:00+00:00


¿Cuánto tiempo llevo viviendo aquí? ¿Qué importa el tiempo que pasa, la lluvia, el sol, las tempestades, la estación de los mangos o los cacahuetes, los amores y los divorcios? A mí no me preocupa lo exacto, lo regulado, lo controlado. Yo sólo quiero una cosa: remediar el extravío viril, satisfacer los deseos fulgurantes de los hombres que no me pertenecen, que se pulverizan, que se vierten, que se hincan a mis pies y se derraman. Las mujeres fatales o las cándidas, las diablas infernales o las amas de casas de manos callosas se desviven a mi alrededor: se despojan frenéticamente de su ropa y se ofrecen para degustar la carne, el pescado, el gato y el ratón, pues, como dicen ellas, sus sufrimientos necesitan de actos liberadores, de canibalismo, de apropiaciones mágicas cuyos ritos sólo yo, frenética entre frenéticas, conozco. Estoy tan profundamente asentada en mi papel de curandera que no soy ya capaz de verme, de echarme atrás, de fijar el lugar en el que me encuentro, de medir con precisión las coordenadas de espacio y de tiempo en que me muevo.

Y temo que esta situación se acabará un día. Temo volver a encontrarme con la trivialidad de mi día a día pasado, hecho de robos y chantajes. La veneración que unos y otros me tributan me exalta, todos me obsequian con vestidos de tafetán, con paños de Holanda, con boubou bordados de oro, con joyas de perlas o cauri[4], de plata o bronce, siempre y cuando acepte la ofrenda de su carne. Pero también para que les ofrezca una maravillosa escapatoria, la escapatoria de entrar en el Infierno por las puertas del Paraíso. Mi memoria no ve más que el pasado próximo —un pulular de cuerpos, de rostros, de culos, de manos, de sexos, de piernas— en este mundo en el que cada cual libera deseos nunca confesados, un universo de libertad anárquica. ¡Señor, qué parecidos son los humanos!

Hoy me siento de lo más perezosa. Estoy tumbada y mis piernas, debidamente abiertas, ofrecen una entrada ostensible hacia mis profundidades. Comisqueo galletas azucaradas mientras una ristra de hombres me utilizan como si fuera un refugio. Pues el sexo no es una idea que haya que discutir, ni una ley que deba ser debatida, ni un abanico que tenga que agitarse, ni una necedad que sea preciso refutar o simular en las pantallas. Yo los dejo hacer con una generosidad fría. Voy de un fantasma a otro como esos turistas que quieren visitar todos los monumentos de París en dos horas. Primero éste, luego aquél. Y cuando mi pareja empieza a gritar de gusto, también yo disfruto, pues lo que me excita es pensar en mi omnipotencia ante ellos, seres extraviados.

Fatou entra en el cuarto, mientras un hombre con gafas se agita entre mis muslos —los demás, alineados a lo largo de la pared, esperan su turno para fornicar—; lleva una bata azul y los ojos maquillados con khol, rímel y colorete. El maquillaje se le ha corrido y parece una muñeca a la que unos niños hubieran pintado para alguna obra de teatro.



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