Mis apasionadas zorras by Vesper Galore

Mis apasionadas zorras by Vesper Galore

autor:Vesper Galore [Galore, Vesper]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Erótico
editor: ePubLibre
publicado: 1996-01-01T05:00:00+00:00


8

DINO acababa de cumplir treinta y cinco años cuando su madre falleció. Paulo y él decidieron vender la casa familiar.

Dino se instaló en un antiguo apartamento, en el extrarradio sur. Organizó su vida de un modo distinto. La muerte de su madre le había apenado mucho. Al principio, echó en falta la casa. Pero era demasiado grande para él, y el barrio demasiado tranquilo, ocupado casi únicamente por jubilados.

Por la mañana, antes de tomar el autobús, se tomaba un buen café en un bar que ocupaba la planta baja del edificio. Lo llevaba una pareja originaria del norte de África. Aunque el portero se mostrase poco amable, su esposa, Nadia, tenía siempre la sonrisa en los labios y una palabra amable para los inquilinos. Era pequeña, redonda, con grandes pechos. No representaba su edad con su rostro de muñeca de labios carnosos y dientes relucientes. Peinaba sus cabellos castaños en un moño, se maquillaba los ojos con un largo trazo negro y llevaba siempre una blusa floreada. Tenía dos hijos.

Excitaba a Dino porque, varias veces, le había dejado las llaves para que pudieran leer los contadores y una noche, al regresar, se dio cuenta de que había registrado su casa. El cajón donde guardaba las bragas de «las mujeres de su vida» había quedado entreabierto. También la mesilla de noche había sido visitada. Contenía revistas eróticas, algunas muy atrevidas, que encargaba en Alemania y recibía por correo.

Cierto día, al regresar a casa, había encontrado a Nadia de rodillas en la escalera; no le había oído entrar y agitaba su gran trasero mientras fregaba los peldaños. Un cálido olor a hembra flotaba en el ambiente. Llevaba una ancha falda que moldeaba sus nalgas, el corpiño sin mangas dejaba ver, bajo los brazos, la mata castaña de las axilas, y distinguió el nacimiento de sus pechos que bailaban bajo la tela, terriblemente excitantes. Saltó casi por encima de ella para llegar a su casa y se masturbó recordándola.

Un martes, cuando Dino se había tomado una jornada de descanso, regresó hacia las once y encontró a la portera sentada en el suelo, lívida, en su rellano. Se preocupó por su estado. Había tenido un desfallecimiento. Con toda naturalidad, le ofreció que se tendiera unos instantes en su casa. Aturdida todavía, Nadia aceptó sin hacerse rogar demasiado. La instaló en su sofá, con un almohadón bajo la cabeza, y le propuso llamar a un médico. Ella se negó. Llevaba sus anchas faldas y el mismo corpiño descotado.

—He trabajado en un hospital… ¿Puedo ayudar le? ¿Dónde le duele?

—En el vientre… Unos achuchones… Me avergüenza un poco pedírselo pero… ¿No tiene algo contra el dolor? Voy a tener la regla y, a menudo, lo paso muy mal…

Dino la dejó sola para buscar en su botiquín un medicamento que pudiera convenirle. La visión de aquella apetecible mujer en su sofá le obsesionaba. Halló un calmante bastante potente. Si no estaba acostumbrada, la dejaría tarumba. La encontró en el sofá, le tendió un vaso de agua y el pequeño comprimido.



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