Mil campanas by Isabel Keats

Mil campanas by Isabel Keats

autor:Isabel Keats [Keats, Isabel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 2019-09-23T16:00:00+00:00


16

Jaime

Por supuesto, Jaime no pensaba cumplir semejante promesa.

Lili se estaba desatando la segunda alpargata cuando, de pronto, alzó la cabeza con el ceño fruncido.

—Oye, ¿no será peligroso bañarse con estos? —dijo señalando a la veintena de leones marinos diseminados por la playa, que parecían gigantescos cantos rodados.

—No hay peligro —respondió Jaime al tiempo que se sacaba la camiseta por la cabeza—, los leones marinos no suelen atacar a los humanos salvo si te acercas mucho a alguno de los machos en la época de apareamiento.

Lili lanzó una mirada dubitativa a los dos animales que tenía más cerca.

—Pues no es que tu explicación me haya tranquilizado demasiado, qué quieres que te diga.

Jaime terminó de quitarse los pantalones, y notó que ella desviaba la mirada, pudorosa.

—Es pronto para preocuparse, hasta junio o julio no empieza la fiesta. ¿Sabías que uno de estos machotes puede tener de diez a quince hembras en su harén?

—Quién fuera león marino —replicó sarcástica.

Jaime se rio al ver su expresión.

—Sí, no parece una mala vida. ¿Vas a acabar un año de estos? —Le metió prisa al ver que aún estaba desabrochándose los primeros botones de la blusa.

—Date la vuelta, no quiero que me veas.

Jaime obedeció con un resoplido de impaciencia y, poco después, oyó un:

—Ya estoy.

Entonces, él la agarró de la mano y, rodeando la pequeña manada, la obligó a correr hacia la orilla.

Lili gritó cuando las primeras gotas salpicaron su cuerpo y no dejó de gritar hasta que él la obligó a sumergirse en el agua helada. Cuando salió a la superficie, se apartó el pelo del rostro y lo miró indignada.

—Serás…

Pero sin hacer el menor caso de su evidente cabreo Jaime, que no había parado de reír, apoyó las manos en sus hombros y la hundió de nuevo.

En cuanto Lili volvió a sacar la cabeza, empezó una batalla a muerte hasta que al cabo de media hora, con los labios morados y sin resuello salieron por fin del agua. Una vez más, Jaime entrelazó los dedos con los suyos y la obligó a echar una carrera hasta donde habían dejado las toallas.

—¡Oh, Dios… qué… frío! —A Lili le castañeteaban los dientes y al verlo, Jaime agarró un trozo de la toalla con la que se cubría y empezó a frotarla vigorosamente.

—Deja… no hace falta…

Pero él no le hizo el menor caso y siguió frotando hasta dejarle la piel enrojecida.

—¿Mejor? —preguntó al cabo de un rato, cuando dejó de temblar.

—Sí, mucho mejor.

Lili se había vuelto a envolver bien con la toalla, pero no antes de que él hubiera tenido oportunidad de echar un buen vistazo a esos pechos aún firmes, cuyos pezones contraídos por el frío se marcaban con claridad a través de la tela empapada del sugerente sujetador de satén y encaje. La visión le obligó a enrollar la toalla alrededor de sus caderas, para no traicionar su excitación.

«Caramba, se nota que llevo una eternidad viviendo como uno de esos monjes franciscanos que fundaron las misiones».

Estaba sorprendido de su reacción. En los más de cinco meses



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