Madame de Treymes by Edith Wharton

Madame de Treymes by Edith Wharton

autor:Edith Wharton [Wharton, Edith]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1907-01-01T00:00:00+00:00


VII

Durham no aprovechó la ventaja del permiso que le concedieron de forma tan extraña. De su conversación con la cuñada de madame de Malrive, sólo le repitió a ésta la parte que le concernía.

Con este propósito, el día siguiente de la cena ofrecida por la señora Boykin se presentó en la casa y encontró a su amiga a solas con su hijo. Ver al niño tuvo el efecto de disipar toda esperanza ilusoria que le hubiera llevado hasta el umbral de su puerta. Incluso después de la intervención del aya que dejó a madame de Malrive y su visitante a solas, la presencia del chiquillo parecía flotar amotestadora entre ellos, reduciendo la confesión de Durham de haber fracasado totalmente en su misión a una escueta relación de los hechos.

Madame de Malrive escuchó la confesión con calma. Estaba demasiado preparada para ella como para no tener listo un semblante con el cual recibirla.

—Nunca los he visto declararse con tanta llaneza —comentó en primer lugar, y las desconcertadas esperanzas de Durham se aferraron con ansia a esas palabras.

¿No le había advertido ella siempre que no había nada más engañoso que su franqueza? ¿No sería posible que, a pesar de estar advertido, fuese víctima de un fácil engaño? Pero, al pensarlo mejor, recordó que la negativa no había sido tan incondicional como sus necesarias reservas hacían que pareciera, y que, además, había sido su propia acción y no la de sus contrarios, la que fue determinante. La imposibilidad de revelárselo a madame de Malrive hacía que la dificultad se cerrara con más oscuridad a su alrededor, y su desaliento era tan completo que apenas necesitaba que le recordaran su promesa de considerar la cuestión zanjada una vez que la otra parte hubiera definido su postura.

El conocimiento de haber sido él quien había definido la posición de sus contrarios ratificaba secretamente la aceptación de su destino. Incluso entonces, a solas con madame de Malrive, y sutilmente consciente de la lucha que ella libraba bajo su aparente tranquilidad, no sintió la tentación de variar su postura ni un ápice. Todavía no había formulado una explicación para su resistencia, simplemente sentía, cada vez con más intensidad a cada preciada señal de la participación de madame de Malrive en su tristeza, que no podía deber a semejante transacción la evasión de su sufrimiento ni permitir que ella, inocentemente, le debiera la suya.

El único efecto atenuante de su resolución era el aumento de una inevitable ternura hacia ella; de forma que, cuando ella, en respuesta a su anuncio de que tenía la intención de abandonar París la noche siguiente, exclamó: «¡Oh, dame uno o dos días más!», él se resignó de inmediato y dijo: «Si puedo serte de la menor ayuda, te daré cien».

Madame de Malrive replicó con tristeza que él sólo podría hacer una cosa: hacerle sentir que estaba allí, únicamente durante un día o dos, hasta que se hubiera adaptado de nuevo a la idea de reanudar su vida anterior. Y con esta nota de renunciación se separaron.



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