Los parientes pobres by Honoré de Balzac

Los parientes pobres by Honoré de Balzac

autor:Honoré de Balzac [Balzac, Honoré de]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1846-12-31T16:00:00+00:00


—Señor Hannequin —dijo al notario—, levantad el acta necesaria para otorgar los poderes, para que pueda tenerla aquí dentro de dos horas, a fin de poder vender las rentas en la Bolsa hoy mismo. Mi sobrina la condesa tiene el título; vendrá y firmará el acta cuando la traigáis, así como la señorita. El señor conde os acompañará a vuestra casa para daros su firma.

El artista, obedeciendo a una seña de Lisbeth, saludó respetuosamente al mariscal y salió.

Al día siguiente, a las diez de la mañana, el conde de Forzheim se hizo anunciar en casa del príncipe de Wissembourg, siendo recibido sin dilación.

—Bien, mi querido Hulot —dijo el mariscal Cottin tendiendo los periódicos a su viejo amigo—, como veréis, hemos salvado las apariencias… Leed.

El mariscal Hulot depositó los periódicos sobre la mesa de su viejo camarada y le tendió doscientos mil francos.

—Aquí tenéis el dinero que mi hermano sustrajo al Estado —dijo.

—¡Qué locura! —exclamó el ministro—. Nos es imposible efectuar esa restitución —añadió, tomando la trompetilla que le ofrecía el mariscal para que le hablase al oído—. Nos veríamos obligados a declarar las malversaciones de vuestro hermano y hemos hecho lo imposible por ocultarlas…

—Haced lo que os plazca con este dinero, pero yo no quiero que haya en la fortuna de la familia Hulot un céntimo robado a las arcas del Estado —replicó el conde.

—No haré nada sobre el particular sin órdenes del rey. Bien, no hablemos más de ello —respondió el ministro, reconociendo la imposibilidad de vencer la sublime tozudez del anciano.

—Adiós, Cottin —dijo el viejo soldado estrechando la mano del príncipe de Wissembourg—, siento que el alma se me hiele…

Después de dar un paso, empero, dio media vuelta, miró al príncipe, al que vio vivamente emocionado, abrió los brazos para estrecharle en ellos, y éste abrazó al mariscal.

—Me parece como si me despidiese de la Grande Armée en tu persona —le dijo.

—Adiós, pues, mi viejo y buen camarada —contestó el ministro.

—Sí, adiós, pues voy a reunirme con todos nuestros soldados cuya muerte hemos llorado…

En aquel momento entró Claudio Vignon. Las dos viejas reliquias de las falanges napoleónicas se despidieran gravemente, desaparecida toda traza de emoción.

—Debéis estar contento de los periódicos, príncipe —dijo el futuro jefe de peticiones—. He maniobrado a fin de hacer creer a los diarios de la oposición que publicaban nuestros secretos…

—Por desgracia todo es inútil —replicó el ministro, viendo como el mariscal se alejaba por el salón—. Acabo de dar un último adiós que me ha sido muy doloroso. El mariscal Hulot no vivirá ni tres días; ayer pude verlo bien. Este hombre, uno de los más íntegros y pundonorosos que existen, un soldado respetado por las balas pese a su bravura…, mirad…, ahí, en ese sillón…, recibió el golpe mortal, y de mi mano, con la lectura de un papel… Llame usted y diga que me traigan un coche. Me voy a Neuilly —dijo metiendo los doscientos mil francos en su cartera ministerial.

Pese a los cuidados de Lisbeth, tres días después el mariscal Hulot entregó su alma al Creador.



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