Los libros de cuentos by Willa Cather

Los libros de cuentos by Willa Cather

autor:Willa Cather [Cather, Willa]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2006-01-01T00:00:00+00:00


«UNA MUERTE EN EL DESIERTO»

Everett Hilgarde se daba cuenta de que el hombre sentado al otro lado del pasillo le observaba atentamente. Era un hombre grande, de tez roja, y llevaba un llamativo solitario de diamante en el dedo corazón; a Everett le parecía un viajante. Tenía aspecto de ser un tipo complaciente, acostumbrado a andar por el mundo y capaz de conservar la calma y el temple, prácticamente, en cualquier situación.

El «expreso de alta velocidad», como irónicamente llamaban los ferroviarios a este tren, traqueteaba aquella tarde calurosa por el monótono paisaje entre Holdredge y Cheyenne. Además del hombre rubio y de Everett, las únicas ocupantes del vagón eran dos chicas polvorientas y manchadas de barro que venían de la Exposición de Chicago y discutían vivamente del coste de su primer viaje fuera de Colorado. Los cuatro incómodos pasajeros iban cubiertos por una fina capa de polvo amarillo, que se les pegaba al pelo y las cejas como pan de oro. Era una nube que se levantaba de aquel campo yermo y sin vida por el que pasaban, hasta teñirlos del color de la artemisa y los montículos de arena. El desierto gris y amarillo solo se alteraba de vez en cuando con las ruinas de un pueblo abandonado y con las pequeñas garitas rojas de las estaciones de ferrocarril en las que los árboles larguiruchos y las endebles enredaderas de las parcelas de hierba formaban pequeñas reservas verdes separadas de aquel confuso páramo de arena.

Mientras los oblicuos rayos del sol batían con más y más fuerza en los cristales de las ventanillas, el caballero rubio pidió permiso a las damas para quitarse la chaqueta, y se quedó en camisa, una de rayas color lavanda con pañuelo negro de seda alrededor del cuello. Parecía interesado en Everett desde que ambos habían subido al tren en Holdredge; lo observaba con curiosidad y luego miraba pensativo por la ventanilla, como si tratara de recordar algo. Pero eso a Everett ya no le resultaba violento ni molesto porque, dondequiera que fuera, casi siempre había alguien que le miraba con aquel interés curioso. Al cabo de un rato, el desconocido, aparentemente satisfecho con su observación, se recostó en el asiento con los ojos entornados y comenzó a silbar la «Canción de la primavera» de Proserpina, la cantata que, hacía doce años y en solo una noche, había hecho famoso a su joven compositor. Everett había escuchado aquella melodía en las guitarras del viejo México, en las mandolinas de los coros universitarios, en los órganos de las aldeas de Nueva Inglaterra y, hacía solo dos semanas, al son de los cascabeles en un teatro de variedades de Denver. No había forma humana de escapar a la precocidad de su hermano. Adriance podía vivir en la otra orilla del Atlántico, donde sus indiscreciones juveniles se habían olvidado a la vista de sus logros de madurez, pero su hermano no había podido jamás dejar atrás Proserpina: y volvía a encontrársela aquí, en las colinas de arena de Colorado.



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