Los halcones de los Medici by Martin Woodhouse & Robert Ross

Los halcones de los Medici by Martin Woodhouse & Robert Ross

autor:Martin Woodhouse & Robert Ross [Woodhouse, Martin & Ross, Robert]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1978-01-01T00:00:00+00:00


El Fatih, conquistador y mano derecha de Alá, el sultán Mohammed II, estaba en verdad extasiado con su nueva y más hermosa posesión. Su rubio cabello y sus delicados rasgos septentrionales lo habían cautivado desde el primer momento en que se encontraron; pero no fue hasta que Bianca se había quejado acremente —y con no poco ingenio— de estar confinada en su serrallo junto a —como ella dijo— cien mujeres de cabeza hueca y parlanchinas cuando quedó intrigado por su inteligencia.

Sus reclamos bien hubiesen podido ganarle varios azotes, o algo peor. En lugar de ello, le habían valido un almohadón al costado izquierdo del sultán cuando tenía audiencias, además de la sorprendida indulgencia del gobernante. Después de una o dos horas de discutir acerca de los costos de las mercancías y la relativa estabilidad del intercambio de las monedas de las ciudades-Estado de Italia (Bianca había sido una espléndida oyente en las rodillas de su guardián, Lorenzo de Médici, ese astuto banquero), su indulgencia se había convertido en sorpresa y, después, en fascinación.

—Pequeña, tienes una cabeza que estaría muy bien sobre los hombros del más sabio de mis visires —le había dicho—. De hecho, creo que aquí y ahora te nombraré mi consejera en asuntos de comercio y finanzas.

—Y ¿paga bien, mi señor?

—La protección, de sol a sol, de tu vida —le había respondido el sultán—. Seguramente no me aconsejarás pagar más de lo que debo por tus consejos —había sonreído ligeramente con su pequeña broma y eso le había dado a Bianca su primera lección sobre Constantinopla. Caminaba sobre una cuerda floja, así que tendría que hacerlo de ahora en adelante, y hábilmente.

Tenía que encontrar otras proezas de equilibrio. Para empezar, compartía la habitación del sultán, pero no su cama; la había acariciado y mimado, pero nada más. Se preguntaba el porqué, puesto que aún no cumplía los cincuenta y se veía que estaba en la cumbre de su vigor. En general, consideraba sus calculados escarceos con un hombre que podía obligarla a someterse en cualquier momento como un juego, placentero y excitante, pero nada más.

Ya se había dicho a sí misma que Leonardo estaba muerto. No lo hacía porque lo creyera, sino para proveerse de algún tipo de coraza para el día en que recibiera la noticia de que Girolamo Riario realmente lo había matado. En cierto sentido, pues, ni abrigaba esperanzas ni se desesperaba; en el mejor de los casos, ella estaba en Constantinopla y él en Otranto, al otro lado del mundo. Su corazón le insistía en que era indestructible, mientras que la razón le decía que todos los hombres eran mortales y que Leonardo no podía ser la excepción.

Mientras tanto, cautivaba al sultán Mohammed e intentaba no pensar en que se acercaba la noche cuando estaría obligada a aceptarlo o a rechazarlo seriamente. Él jugaba con ella y le ofrecía diversas golosinas; éstas no eran de su agrado, pero se cuidaba de no decirlo. Cuando le preguntaba sobre su infancia, le contaba historias de Milán y de Abbiategrasso.



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