La Torre de la Soledad by Valerio Massimo Manfredi

La Torre de la Soledad by Valerio Massimo Manfredi

autor:Valerio Massimo Manfredi [Manfredi, Valerio Massimo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Fantástico
editor: ePubLibre
publicado: 1996-01-01T05:00:00+00:00


IX

Desmond Garrett avanzaba por el desierto bajo un sol que caía a plomo. Con los años el viento y la arena le habían esculpido las facciones y quemado la piel; la costumbre de cabalgar le había conferido unos andares especiales, armonía de movimientos, como si su cuerpo fuera la extensión de su cabalgadura. Vestía como los beduinos de Sirte y la kefya le envolvía la cabeza y le cubría la boca, pero calzaba botas brillantes de cuero marrón sobre pantalones turcos. En el estribo de la silla llevaba ensartado un fusil norteamericano de repetición, del cinto le colgaba una cimitarra con empuñadura damasquinada.

De vez en cuando se detenía para consultar la brújula y señalar su posición en el mapa. A su derecha el sol poniente se ocultaba detrás del horizonte; espoleó su caballo árabe para poder llegar al oasis cuando el cielo sobre las columnatas de Palmira se hubiera teñido de violeta.

La Perla del desierto surgió de repente, como una aparición, al atravesar una colina baja. El oasis de Tadmor relucía en tono verde oscuro y severo en el paisaje áspero que lo rodeaba; miles de palmeras agitaban sus copas en la brisa del atardecer, como un campo de trigo bajo el viento de mayo. En su centro el gran estanque reluciente parecía un relámpago de fuego bajo la luz vespertina, y el sol, en su lento movimiento, asomaba igual que un numen por el gran portal de piedra calcárea, encendiendo una tras otra, cual antorchas colosales, las columnas del majestuoso pórtico romano.

En ese momento se cumplía el milagro. En cuanto el sol se ocultaba tras el horizonte y las ruinas de Palmira se sumían en una oscuridad repentina, el cielo parecía reanimarse con un sobresalto de luz, un fulgor violeta alumbraba las colinas y el desierto detrás de la ciudad, y se difundía casi hasta el centro de la bóveda como una aurora irreal, como una magia misteriosa.

Desmond Garrett desmontó del caballo y contempló inmóvil el prodigio. Lo había presenciado por última vez hacía veinte años, pero desde entonces, en muchas ocasiones, en las noches transcurridas en el desierto, soñaba con el cielo violáceo de Palmira como si fuera un lugar del alma, una imagen del éxtasis.

El reflejo purpúreo volvió a teñirse de un matiz rosado, último palpito luminoso del crepúsculo, luego comenzó a oscurecerse, invadido por el azul turquí de la noche.

Desmond Garrett cogió su caballo por la brida y bajó lentamente a pie hasta las orillas del estanque. A poca distancia, cerca de un grupo de altísimas palmeras, vio una imponente tienda vigilada por dos guerreros. Ató su caballo a uno de los palos de sostén y esperó a que lo vieran. Los guardias no se fijaron en él pero un sirviente lo vio, entró a avisar y, poco después, se asomó a la entrada Abu el Abd, el jeque.

Fue a su encuentro y lo abrazó; luego lo condujo hasta la tienda y lo hizo sentar entre cojines de terciopelo de Fez, mandó que le sirvieran té hirviendo en los pequeños vasos turcos de plata y cristal.



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