La sombra de la rosa by Ángela Banzas

La sombra de la rosa by Ángela Banzas

autor:Ángela Banzas [Banzas, Ángela]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2023-09-07T00:00:00+00:00


57

Carril

Aquella conversación telefónica me había dejado exhausta. Decidí cruzar de nuevo el recibidor del hotel para ir a la salida. Era hora de volver a casa de don Santiago. Una voz llamó mi atención y lancé una mirada al frente. No parecía que hubiese nadie en el pasillo que conducía a unas escaleras que accedían a los pisos superiores. Aun así, me aventuré a dar unos cuantos pasos en esa dirección. A la derecha quedaba la cafetería. Ahí estaba. Lo vi. Reconocí sus hombros, su ropa. ¿En verdad estaba allí? ¿Frente a mí? Como si él también intuyese mi presencia, se giró.

Reparé en las gafas, el pelo revuelto, la sorpresa que dibujaba su boca y unos ojos que me abrazaron mucho antes de que pudiera alcanzarlo. Confieso que fue verlo y no encontré motivo, dudas ni sospechas que pesasen sobre él para que no me envolviera en sus brazos. Quizá influyese que siempre me regocijaba en el cálido consuelo de aquella mano que un día había recogido mis lágrimas. Y es que, en verdad, me hacía bien sentirlo cerca.

—Lo lamento, Antía —acertó a decir Hervé, buscando mi mirada—. Me enteré de lo sucedido y… tenía que verte.

Lo escuché con el reflejo de mis ojos en los suyos. Después lo estreché con tal intensidad que, por un segundo, percibí los latidos de su corazón en mi pecho.

—Me alegra que estés aquí —musité con palabras que se quebraban en mi boca.

Hervé no dijo nada, pero sentí el calor de un beso en mi pelo.

Pegada a una columna, Cynthia nos observaba. Tomé distancia de él en el mismo momento en que nuestros ojos se encontraron y advertí en ella cierta incomodidad. Malestar que se diluyó con rapidez en cuanto me saludó con dos besos para después verter en mi oído un compungido pésame por la muerte de Ernesto.

—Gracias por haber venido —musité, conmovida.

—Es lo mínimo que podíamos hacer por una amiga —dijo al tiempo que miraba a Hervé y lo cogía de la mano.

Mantuvimos una conversación que se ajustó a lo esperable para las circunstancias que estábamos viviendo.

—Ha debido de ser horrible, ¿verdad? —preguntó Cynthia, como si hubiera más de una respuesta.

Entonces interpretó un escalofrío que recorría su cuerpo al imaginarse en mi situación y abrazó a Hervé por la cintura.

—En todos los medios no se habla de otra cosa. Créeme si te digo que ya todo el mundo sabe dónde está la isla de Cortegada, quién es Guillermo de Foz y, por supuesto, quién eres tú.

Me lo dijo y mostró una de esas sonrisas que a mí tanto me costaba descifrar. ¿Qué se suponía que debía contestar yo? «¿Me alegro? Gracias por ponerme al día. De verdad, necesitaba conocer esa información». En lugar de eso me limité a coger aire y a buscar en mi caja de herramientas sociales el gesto ambiguo reservado para las emergencias.

—Por no hablar del asesino de la rosa —continuó hablando sin ser consciente de lo inapropiado de su comentario—. El otro día escuché en una tertulia cómo analizaban sus notas y decían que veían talento en ellas.



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