La huella de la noche by Guillaume Musso

La huella de la noche by Guillaume Musso

autor:Guillaume Musso [Musso, Guillaume]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2018-04-23T16:00:00+00:00


El chico distinto a los demás

Bajé la capota del cabriolé de mi madre. Rodeado de monte bajo y cielo azul, conduje tierra adentro. Una temperatura agradable y un paisaje bucólico. El extremo opuesto al tormento que padecía en mi fuero interno.

Para ser exactos, estaba ansioso, pero emocionadísimo. Aunque no me atreviera a reconocerlo, volvía a tener esperanzas. Aquella tarde, durante unas horas, estuve plenamente convencido de que Vinca no estaba muerta y de que iba a verla de nuevo. Y que así, sin más, mi vida volvería a tener sentido y a ser liviana, y la culpabilidad que arrastraba desaparecería para siempre.

Durante unas horas creí que iba a ganar la apuesta: no solo sabría cuál era la verdad sobre el caso Vinca Rockwell, sino que saldría de esa búsqueda fortalecido y feliz. Sí, estuve realmente convencido de que iba a liberar a Vinca de la misteriosa prisión en la que se estaba pudriendo y de que ella me iba a liberar a mí del desamparo y los años perdidos.

Al principio, busqué a Vinca sin descanso, pero a medida que pasaban los años, acabé esperando que fuese ella quien me encontrara a mí. Pero nunca me había resignado y me guardaba en la manga una carta de la que nadie más sabía nada. Un recuerdo más. No era una prueba categórica, sino una convicción íntima. La que, ante un tribunal, puede quebrar una vida o infundirle un nuevo aliento.

* * *

La escena se remontaba a unos años. En 2010, entre el día de Navidad y Nochevieja, Nueva York quedó paralizado por culpa de una tormenta de nieve, una de las más espectaculares que haya conocido la ciudad. Habían cerrado los aeropuertos y cancelado todos los vuelos, y durante tres días, Manhattan vivió bajo una capa de nieve y hielo. El 28 de diciembre, después del apocalipsis, un sol espléndido salpicó la ciudad durante el día entero. Sobre las doce del mediodía, yo salí de mi piso y fui a dar un paseo hacia Washington Square. A la entrada del parque, donde se reúnen los jugadores de ajedrez, me dejé tentar por una partida con Serguéi, un anciano ruso con el que ya había jugado otras veces. En las partidas de veinte dólares, el hombre siempre me había ganado in extremis. Me senté a una de las mesas de piedra, muy decidido a tomarme la revancha.

Me acuerdo perfectamente de ese momento. Me disponía a hacer un movimiento interesante: comerme el alfil de mi adversario con el caballo. Alcé la pieza del tablero al mismo tiempo que los ojos. Y entonces fue cuando una daga me atravesó el corazón.

Vinca estaba allí, en el otro extremo de la avenida, a quince metros de mí.

Estaba enfrascada en un libro, sentada en un banco con las piernas cruzadas y un vaso de papel en la mano. Radiante. Con una plenitud y una dulzura mayores que cuando estábamos en el liceo. Llevaba unos vaqueros claros, una chaqueta de ante color mostaza y una bufanda gruesa. A pesar



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