La Fontana de Oro by Benito Pérez Galdós
autor:Benito Pérez Galdós [Pérez Galdós, Benito]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1870-01-01T05:00:00+00:00
Capítulo XXIII
La Inquisición
Cuando Coletilla, después de instalado en el piso segundo, manifestó a las señoras la probabilidad de que su sobrino fuese a vivir con él, Salomé se quedó un poco pensativa; pero María de la Paz dijo que no había inconveniente, supuesto que el joven, bajo la vigilancia y tutela de su tío, habría de tener el comedimiento y la dignidad que aquella casa imponía a sus habitantes.
Lázaro, precedido por María de la Paz, entró en la sala. Lo primero que vieron sus ojos fue a Clara, que estaba sentada junto a la devota y cosía con la cabeza baja, sin atreverse a mirar a nadie. Vio su turbación y su empeño en disimularla. Después miró a todos lados y vio a su tío, respetuosamente sentado al lado de Salomé, cuyos reales estaban plantados al extremo oriental de María de la Paz. Lázaro los vio a todos inmóviles, como figuras de palo: todos le miraban, excepto Clara, la cual insistía en acercar tanto los ojos a su labor que era difícil comprender cómo no se sacaba los ojos con la aguja.
Elías miró a Lázaro con asombro. Paz con asombro; Salomé con asombro, todos con asombro, y él mismo llegó a creer que era fantasma evocado, el temeroso espectro del sobrino de Coletilla. Salomé le indicó una silla con el dedo en que tenía las sortijas, y Paz le dijo con el registro de voz más desdeñoso y augusto:
—Siéntese usted, caballerito.
Cuando el joven dijo «gracias, señora», su voz resonó débil y dolorida, anunciando tanto sufrimiento y postración, que Clara no pudo menos de alzar los ojos y mirarle con súbita impresión de interés. Le encontró muy pálido y abatido; comprendió lo que el infeliz había pasado en aquellos días, y necesitó todo el esfuerzo de que su alma valerosa era capaz para no echarse a llorar como una tonta en presencia de aquellas tres rígidas damas y del furibundo Coletilla.
—Ya estas señoras saben lo que has hecho al llegar a Madrid —dijo Elías a su sobrino con mucha severidad.
Paz y Salomé fruncieron el ceño para que nadie pudiera poner en duda su indignación, Lázaro no contestó, porque estaba muerto de vergüenza, y en aquel momento las dos damas le parecían las dos personificaciones más perfectas de la justicia humana.
—¿Recuerdas lo que te dije cuando fui a verte a la cárcel?
—Sí, señor: no lo he olvidado.
—Ahora vivo aquí, en casa de estas señoras, que nos han ofrecido a mí y a Clara un asilo.
—Sólo por usted, señor don Elías —dijo Salomé.
—Ya lo sé: sólo por mí —contestó el viejo—. Pero yo —continuó dirigiéndose a Lázaro—, si te llamé estando en la otra casa, ahora no me atrevo a darte hospitalidad porque…
—Señor don Elías —dijo Paz—, de lo de arriba puede usted disponer a su antojo. Ya sabe usted lo que hemos convenido. Sólo lo hacemos por usted.
—Yo no puedo —prosiguió Elías, haciendo una gran reverencia—, yo no puedo decir a este muchacho que se quede en esta casa. Su conducta ha
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