Jefferson by Jean Claude Mourlevant

Jefferson by Jean Claude Mourlevant

autor:Jean Claude Mourlevant
La lengua: spa
Format: epub
editor: Nórdica Libros
publicado: 2020-05-15T08:53:21+00:00


Los de Ballardeau tenían el día siguiente libre. Roxane apareció durante el desayuno para saludar y aconsejarles las tiendas donde comprar un suvenir no era un atraco a mano armada. Aun así, se ofreció para acompañar a aquellos que temían que les timaran.

Jefferson y Gilbert salían del hotel cuando escucharon que alguien corría detrás de ellos para alcanzarles.

—¿Puedo ir con vosotros? Si no os apetece, decídmelo abiertamente, pero es que como vengo sola… Ya sabéis, una no tiene muchas ganas de que la molesten en la ciudad…

En cuanto dijeron: «Sí, por supuesto, será un placer», a Simone, porque era ella, le faltó tiempo para colarse entre los dos, agarrarlos del brazo y pegarse como una lapa a ellos. Sus zapatillas de deporte y su mochila indicaban su firme intención de caminar a buen ritmo por la ciudad durante dos horas.

—¡Ay, no sabéis cuánto os lo agradezco! ¿Dónde teníais pensado hacer vuestras compras? No quiero que cambiéis vuestros planes por mí.

—A decir verdad —balbuceó Jefferson—, no teníamos pensado ningún sitio en concreto y…

Ella era grande y delgada. Sus dos largas orejas tristes caían sobre sus hombros. Gilbert le llegaba a las axilas y Jefferson a la cadera. El trío no pasaría desapercibido por la ciudad.

—A mí me gustaría encontrar algún imán bonito para decorar mi frigorífico —dijo ella—, y un rallador de verduras. Vivo sola, a veces me preparo crudités.

—Ah, pues no creo que nos cueste encontrar todo eso por aquí.

Ninguno de los dos se atrevió a decirle la verdad: «¿Sabes, querida Simone? Eres simpática, pero en este momento nos importa bastante poco si te comes los calabacines a tiras. Entiéndenos, es que andamos tras la pista de dos asesinos».

Simone les llevó a unas cuantas ferreterías, pero ninguno de los ralladores le terminaba de convencer, así que lo descartaron. Hacia las once, se pusieron a buscar los imanes, y tuvieron algo más de suerte. Encontró uno del skyline de Villebourg y no se lo pensó dos veces. Compró unos cuantos, y luego insistió en darles uno a cada uno.

—¡Venga, para mis valientes guardaespaldas! —dijo ella.

Buscaban una terraza para comer al sol cuando Jefferson se detuvo en seco en medio de la acera. Se metió corriendo en una zapatería.

—¿Qué mosca te ha picado? —preguntó Gilbert—. ¿Qué quieres, unas chanclas o qué?

Jefferson mantenía los brazos pegados al cuerpo, pero señalaba desesperadamente al otro lado de la calle con el mentón.

—¡Criiiiiiiiiiiiii! ¡Gruuuuu! ¡Freeeeee! ¡Los tos mundanos! ¡Los nos sumanos!

—Pero ¿qué dices?

—¡Los dos humanos! ¡Ahí!

Gilbert no tardó en dar con ellos. Jefferson se los había descrito con todo lujo de detalles. El grande de la cabeza rapada estaba dándole con la uña a un rasca y gana que acababa de comprar. Estaba dentro de la administración de Lotería, podían verlo a través de la ventana. El otro, con su gorro de lana y marcando su torso atlético con una camiseta negra, le esperaba en la calle, con un cigarro en la mano.

—¿Estás seguro?

Jefferson temblaba de pies a cabeza.

—Sí. Son ellos.

Simone, que se había acercado hasta Gilbert y Jefferson, se asustó al ver a uno de sus guardaespaldas en ese estado.



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