Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano by Edward Gibbon

Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano by Edward Gibbon

autor:Edward Gibbon [Gibbon, Edward]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Divulgación, Historia
editor: ePubLibre
publicado: 1952-01-01T00:00:00+00:00


CAPÍTULO X

(312 — 362 d. de J. C.)

Persecución de la herejía — El cisma de los donatistas — La controversia arriana — Atanasio — Confusión en la Iglesia y el Imperio bajo Constantino y sus hijos — Tolerancia hacia el paganismo[83]

El agradecido aplauso del clero ha consagrado la memoria de un príncipe que satisfizo sus pasiones y favoreció sus intereses. Constantino les proporcionó seguridad, riquezas, honores y venganza, y el respaldo de la fe ortodoxa se consideró el deber más sagrado e importante de un magistrado civil. El edicto de Milán, ese gran mandato de la tolerancia, había ratificado a todos los individuos del mundo romano el privilegio de escoger y profesar la religión que desearan. Sin embargo, pronto se violó este inestimable privilegio: junto con el conocimiento de la verdad, el emperador se imbuyó de las máximas de la persecución, y las sectas que disentían de la Iglesia católica pasaron a ser acosadas y oprimidas por el triunfo del cristianismo. A Constantino no le costó creer que los herejes, que se atrevían a discutir sus opiniones o se oponían a sus órdenes, eran culpables de la obstinación más absurda y criminal, y que la oportuna aplicación de cierta severidad podría salvar a aquellos infelices de los peligros de la condena eterna.

Se excluyó sin dilación de las recompensas o la inmunidad, que el emperador había concedido tan pródigamente al clero ortodoxo, a los ministros y maestros de otras congregaciones. Sin embargo, puesto que las sectas podían subsistir a pesar de la reprobación real, inmediatamente después de la conquista de Oriente se promulgó un edicto que anunciaba la destrucción total de éstas. Tras un preámbulo lleno de pasión y de reproches, Constantino prohíbe terminantemente las asambleas de los herejes y confisca sus propiedades públicas en favor de la hacienda o de la Iglesia católica. Las sectas contra las que se dirigía la severidad imperial eran, al parecer, las integradas por los partidarios de Pablo de Samosata, los montanistas de Frigia, que mantuvieron una entusiasta sucesión de profecías, los novacianos, que rechazaban con firmeza la eficacia temporal del arrepentimiento, los marcionitas y valentinianos, en cuyas filas se habían ido agrupando las diversas sectas gnósticas de Asia y Egipto, y tal vez los maniqueos, que habían importado recientemente de Persia una composición más elaborada que mezclaba la teología cristiana y la oriental.

El propósito de extirpar el nombre o, por lo menos, frenar el avance de estos herejes odiosos se llevó a cabo con eficacia y energía. Algunas de las disposiciones penales se copiaron de los edictos de Diocleciano, y los mismos obispos que habían sentido la mano de la opresión y habían suplicado en favor de los derechos de la humanidad aplaudieron este método de conversión. Dos circunstancias irrelevantes pueden servirnos, sin embargo, para demostrar que Constantino no estaba totalmente corrompido por la intolerancia y el celo religioso. Antes de condenar a los maniqueos y a otras sectas similares, decidió realizar una investigación precisa sobre la naturaleza de sus principios religiosos. Como recelaba de



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