Habíamos ganado la guerra by Esther Tusquets

Habíamos ganado la guerra by Esther Tusquets

autor:Esther Tusquets [Tusquets, Esther]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 2007-11-21T00:00:00+00:00


Teresa, la pobre huerfanita

Teresa, la señorita que venía a cuidar de Óscar y de mí los domingos (único día de la semana en que salían a la vez la cocinera y la camarera, y ni había colegio ni estaba yo en casa de tía Blanca: que nuestros padres se ocuparan de nosotros ni se planteaba), era una mujer soltera, que vivía sola en un pisito de Masnou. Su padre —ella siempre decía «mi papá»—, militar de carrera, había muerto hacía poco, y Teresa debía de rebasar los cuarenta años, de modo que todos, adultos incluidos, nos partíamos de risa cuando se refería a sí misma como «una pobre huerfanita», y, sin embargo —eso lo comprendí más adelante—, no le faltaba razón. Sus hermanas, en el deambular impuesto por la profesión militar, se habían casado y establecido en distintas ciudades, y ella se había quedado soltera. Al parecer tuvo un pretendiente que a su familia le pareció poca cosa, y luego no surgió ninguno más, o tal vez, muerta la madre, fuera muy cómodo para todos que alguien siguiera con el padre, pero ¡qué terrible quedarse soltera en unos tiempos en que la única profesión aceptable para la mujer era el matrimonio!

Así pues, había cuidado durante años de su padre, y, al morir éste, dejándole poco más que el pisito miniatura en Masnou y una renta exigua, sin una vida propia, sin amistades casi, sin nada que le permitiera ejercer un trabajo, sin otra educación que la típica de una joven de buena familia, Teresa era de veras «una pobre huerfanita», como ella decía. Pero, tal vez para ponérselo todo más difícil, con un sentido enorme de la dignidad. Sería una pobre huerfanita, pero era hija de un militar de cierta graduación y era toda una señorita, y, fueran cuales fueran sus estrecheces económicas, no iba a prestarse a cualquier tipo de trabajo. De modo que su única ocupación remunerada era cuidar de mi hermano y de mí los domingos.

Nos llevaba a misa y a visitar a la Abuelita, comíamos juntos los tres y, por la tarde, íbamos al cine o a un espectáculo infantil, sobre todo a la Sala Mozart, donde daban números de humor, juegos de manos y otras atracciones para niños. ¡Lo que lloramos las dos —no recuerdo si en la Sala Mozart o en un teatro— viendo Genoveva de Brabante, la noble doncella que, calumniada por un villano, es castigada por su esposo y huye al bosque y pare allí dos hijos y se hace amiga de un ciervo y sufre lo indecible, pero siempre con ejemplar resignación cristiana, y pasan un montón de años y al final es descubierta su inocencia y se reúne con su esposo y todos, menos el malvado, claro está, viven felices lo que les resta de vida! Si la historia no era exactamente así, se le parecía mucho. Y Teresa y yo llorábamos a moco tendido, hipábamos en alta voz, y nos indignaba que tres muchachitas sentadas en la fila de



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