Fierro by Francisco Narla

Fierro by Francisco Narla

autor:Francisco Narla [Narla, Francisco]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2019-11-29T16:00:00+00:00


No era el más valiente. Tampoco el más espabilado. Todos esos ya estaban muertos.

Él los había conocido.

A los que se lanzaban al galope ciego contra un muro de arqueros agasíes, sin flaquear, inflamados por el honor, gritando a voz en cuello vivas al rey. También a los que siempre explicaban las triquiñuelas de las batallas, capaces de caer en la cuenta de lo que a otros ni tan siquiera se les ocurría.

O se los había comido el desierto o estaban lapidados en las murallas de Alarcos.

Todos muertos.

Pero él seguía vivo.

No era el más valiente. Tampoco el más espabilado. Solo un tipo que jamás se rendía.

—¡Cagüen el trébol de san Patricio!

Así brindó por un nuevo trago de la jarra y, como siempre, se puso de inmediato manos a la obra.

Se sentó contra una de las contrahechas paredes y observó a fondo la mazmorra, tal que un sacamuelas ante la boca abierta del dolorido paciente.

Como no tenía idea de si volvería a comer, no desaprovechó la ocasión y probó el guisado. No lo encontró tan malo como aparentaba y, pese al tufo rancio, lo fue despachando mientras cavilaba.

El grosor que apuntaban los muros y no saber cuántos pies bajo tierra estaba desaconsejaban ponerse a cavar.

Se echó otro bocado de aquel engrudo y puso la oreja en el suelo, por si se advertía el rumor de algún desaguadero que pasase cerca, pero no escuchó nada.

Volvió a recostarse contra la pared y echó otra larga mirada a la puerta.

Tenía sus buenas guarniciones de hierro y, en tiempos, debieron haber resultado formidables. Ahora, sin embargo, se veían cubiertas de cardenillo, como la celosía, tan escasa que, incluso arrancándola, no dejaba hueco para que pasase un puño cerrado. Además, las junturas de la tablazón ya estaban flojas, pues algo se veía de la luz anaranjada de las antorchas a su través.

Terminó la ración dejando unas sobras, como si el chucho se las fuera a comer.

—Veamos qué podría hacerse… —gruñó en voz alta. Y se acercó al portón.

En la parte de abajo había un pequeño postigo que, en algún momento, debió haberse usado para alimentar a los presos, pero alguien lo había claveteado a conciencia. Tiró de las cabezas de los clavos para ver si la humedad que hinchaba la madera los había soltado, y encontró un par de ellas algo flojas, pero no siguió porfiando.

—¿Para qué esforzarse?, aunque lo desclave ni siquiera tú pasarías por ahí —afirmó señalando el postigo, bueno solo para hacer pasar una escudilla y poco más.

Repitió aquellos tientos con los herrajes de la puerta, tratando de averiguar el modo de desarmar la tablazón, pero, para su disgusto, eran el trabajo a conciencia de un buen artesano. El robín los había mermado en algunos lugares y, sin embargo, aguantaban firmes.

Ya solo le quedaban por inspeccionar los dos pesados goznes y, tras beber un nuevo sorbo de agua, se puso a ello.

Ahí había negocio, y una de sus sonrisas con requiebro le cruzó el rostro.

El inferior sería más fácil. El de arriba daría más trabajo.



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