Elogio de la madrastra by Mario Vargas Llosa

Elogio de la madrastra by Mario Vargas Llosa

autor:Mario Vargas Llosa [Vargas Llosa, Mario]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Erótico
editor: ePubLibre
publicado: 1988-01-01T05:00:00+00:00


8

La sal de sus lágrimas

Justiniana tenía los ojos como platos y no dejaba de accionar. Sus manos parecían aspas:

—¡El niño Alfonso dice que se va a matar! ¡Porque usted ya no lo quiere, dice! —pestañeaba, aterrada—. Está escribiéndole una carta de despedida, señora.

—¿Es éste otro de esos disparates que…? —balbuceó doña Lucrecia, mirándola por el espejo del tocador—. ¿Tienes pajaritos en la cabeza, no?

Pero la cara de la mucama no era de bromas y doña Lucrecia, que estaba depilándose las cejas, dejó caer la pinza al suelo y sin preguntar más echó a correr escaleras abajo, seguida por Justiniana. La puerta del niño estaba cerrada con llave. La madrastra tocó con los nudillos: «Alfonso, Alfonsito». No hubo respuesta ni se oyó ruido adentro.

—¡Foncho! ¡Fonchito! —insistió doña Lucrecia, tocando de nuevo. Sentía que la espalda se le helaba—. ¡Ábreme! ¿Estás bien? ¿Por qué no contestas? ¡Alfonso!

La llave giró en la cerradura, chirriando, pero la puerta no se abrió. Doña Lucrecia tragó una bocanada de aire. El suelo era otra vez sólido bajo sus pies, el mundo se reordenaba después de haber sido un resbaladizo tumulto.

—Déjame sola con él —ordenó a Justiniana.

Entró en el cuarto, cerrando la puerta a su espalda. Hacía esfuerzos por reprimir la indignación que iba ganándola, ahora que había pasado el susto.

El niño, todavía con la camisa y el pantalón del uniforme de colegio, estaba sentado en su mesa de trabajo, la cabeza baja. La alzó y la miró, inmóvil y triste, más bello que nunca. A pesar de que aún entraba luz por la ventana, tenía encendida la lamparilla y en el dorado redondel que caía sobre el secante verdoso doña Lucrecia divisó una carta a medio hacer, la tinta todavía brillando, y un lapicero abierto junto a su manecita de dedos manchados.

Se acercó a pasos lentos.

—¿Qué estas haciendo? —murmuró.

Le temblaban la voz y las manos, su pecho subía y bajaba.

—Escribiendo una carta —repuso el niño en el acto, con firmeza—. A ti.

—¿A mí? —sonrió ella, tratando de parecer halagada—. ¿Ya puedo leerla?

Alfonso puso su mano encima del papel.

Estaba despeinado y muy serio.

—Todavía. —En su mirada había una resolución adulta y su tono era desafiante—. Es una carta de despedida.

—¿De despedida? Pero ¿acaso te vas a alguna parte, Fonchito?

—A matarme —lo oyó decir doña Lucrecia, mirándola fijo, sin moverse. Aunque, después de unos segundos, su compostura se quebró y se le aguaron los ojos—: Porque tú ya no me quieres, madrastra.

Oírselo decir de esa manera entre adolorida y agresiva, con la carita torciéndosele en un puchero que intentaba en vano frenar y usando palabras de amante despechado que desentonaban tanto en su figurilla imberbe, de pantalón corto, desarmó a doña Lucrecia. Permaneció muda, boquiabierta, sin saber qué responder.

—Pero, qué tonterías estás diciendo, Fonchito —murmuró al fin, sobreponiéndose sólo a medias—. ¿Que yo no te quiero? Pero, corazón, si tú eres como mi hijo. Yo a ti…

Se calló, porque Alfonso, dejando caer su cuerpo sobre ella y abrazándose de su cintura, rompió a llorar. Sollozaba, con la cara



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