El rey del Honka - Monka by Tomás González

El rey del Honka - Monka by Tomás González

autor:Tomás González
La lengua: spa
Format: epub
editor: 2017


VIAJE INFINITO DE CAROLA DICKSON

La señora Carola Dickson compró un barco seis años antes de que le llegara la edad de la jubilación. Medía veintitrés pies, estaba hecho de pino y había sido construido en 1940. Se lo vendieron por dos mil dólares y se lo entregaron pintado de un azul oscuro que parecía más oscuro que el mismo negro. La señora Dickson dejó el casco oscuro y pintó la cubierta de azul claro, pero el cambio apenas logró disminuirle cierta apariencia de pesadez y hasta de cansancio, apariencia que habría de aumentar cuando, poco antes de iniciar su viaje y con la idea de no empaparse al timón si el tiempo se hacía inclemente, le construyera una especie de cabina hecha con tablas que llevaban argamasa en las junturas.

Compró el velero, le pintó la cubierta, lo dejó fondeado en un muelle que olía un poco a aguas negras y siguió yendo a trabajar como si no hubiera comprado nada. El muelle quedaba en Sheepshead Bay, bahía pequeña a orillas de una de las ciudades más grandes del mundo. Veinte o treinta barcos, casi todos de recreación, casi todos veleros, permanecían amarrados a maderas que aunque descascaradas eran firmes todavía y aguantaban con facilidad los tirones que daban los barcos cuando los empujaba el viento. Además de los barcos de recreación, también fondeaban allí el Sonesta, el Enterprise y el Tampa II, pesqueros cuya tripulación limpiaba la pesca y tiraba las tripas en botes verdes de basura donde alcanzaban a podrirse antes de que pasaran a recogerlas.

Cada fin de semana la señora Dickson iba al muelle y se metía bajo cubierta a sentir el arrullo del mar y a descansar de los malhumores que le daban con frecuencia. El camarote, que tenía la misma forma de la proa, olía a madera y a resinas, y en el techo, dorso de la cubierta, las tablas sin pintar estaban curtidas por el tiempo. La señora Dickson todavía no pensaba salir —aún no sabía navegar— y, sin embargo, adquirió un mapa que cubría la bahía en un radio de quinientos kilómetros y llegaba hasta A. City hacia el sur.

Compró una brújula y un sextante. A su hija Verónica, que vivía con su marido en la costa oeste y había venido por esos días a visitarla, le dijo que los había adquirido como adornos para la biblioteca. Verónica quedó convencida, pues las piezas eran casi antigüedades, y como tales, pensó, tendrían su valor. La señora Dickson las puso en la biblioteca y en la biblioteca quedaron hasta que Verónica se fue y la señora Dickson pudo llevarlas al barco. Para entonces tenía apenas la idea de la brújula que todos tenemos —la conciencia de un abstracto Polo Norte imantado—, y nunca había tenido necesidad de usar ninguna. Del sextante no conocía ni sus principios, y si diez días antes de comprar el barco hubiera visto alguno en una vitrina, sólo habría sabido admirar su belleza absurda y elusiva.

Por los días que siguieron a la



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