El principio y el final by Sylvia Brownrigg

El principio y el final by Sylvia Brownrigg

autor:Sylvia Brownrigg
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
publicado: 2008-12-31T23:00:00+00:00


Era cierto que se sentía realmente débil, que no era una floritura epistolar. En italiano macarrónico preguntó si podía echar otro vistazo a la carta. La bollería del desayuno del hotel al parecer no bastaba para sostenerlo. Necesitaba algo más sustancioso para dar su último paseo tardío por esa ciudad de infinitas glorias.

Peter se alarmó al descubrir lo deprisa que uno podía caer en la tentación de la autocompasión. Estaba envuelto en ella, enredado como en la tela de una araña, lo que le hacía sentir débil y no muy digno de admiración. Uno no hacía más que oír historias de héroes que combatían el cáncer, cuyo espíritu se mantenía indomable, que conservaban su sentido del humor y se convertían en fuerzas positivas y ennoblecedoras en la vida de sus amigos y familiares. No se escribía tanto sobre las legiones de seres inferiores que también debían de existir, personas que se volvían desagradables e impacientes, que gritaban de miedo, o que, como él mismo (no creía ser el único), se volvían resignadas, pasivas, sombrías y desalentadas. ¿Cómo lo lograban los héroes? Peter miraba alrededor, a veces de forma poco entusiasta, otras con genuino esfuerzo, buscando optimismo y confianza en que podía vencer la enfermedad, rechazar al invasor y salir purgado del mal y los contaminantes. Pero no tenía tal confianza ni podía fabricarla. Sólo sentía fracaso, pánico, irritación. Ese montón de sentimientos indignos acababan conduciendo a la autocompasión. Nadie, ni siquiera Mira, comprendía lo mal que se encontraba físicamente. El dolor, la debilidad, las náuseas. Degradación material. El cuerpo que cedía.

Estaba tumbado en la sala de estar, donde cada vez pasaba más tiempo. El dormitorio le resultaba demasiado deprimente; allí en la sala podía acomodarse en la pesadilla de vinilo, que había empezado a adoptar su forma y a cambiar su brillo chillón por un tono más mate, como en deferencia a sus ojos supersensibles. (La luz le hería la vista; un síntoma más que ni siquiera había mencionado a Mellon, que se había perdido entre los demás.) Se tumbaba allí, rodeado de sus libros en inglés, ruso, serbio, croata, italiano, y de los autores de Mira: Klein, Freud, Winnicott. No se cansaba de los títulos. Más bien le tranquilizaba pensar que, aunque se marchara en ese mismo momento (y a veces se lo imaginaba, la partida impuesta repentinamente, un paro del corazón, un brusco fallo de un órgano crucial, sin darle tiempo para asimilarlo o comentarlo), las grandes obras se quedarían. Ellas hablarían mejor de como lo había hecho él. Sí, los había traducido, pero era muchísimo mejor acudir a Tolstoi, Dostoievski, Gogol. Su existencia le reconfortaba. Le ayudaba a no pensar en sábanas vacías, en Mira durmiendo sola, en la mitad del piso vacío; la típica imagen de la pulcra cama de hospital recién hecha, si ocurría allí, cambiadas las sábanas después de la última fatalidad.

Últimamente evitaba el dormitorio. Hasta retirarse allí cada noche para dormir con Mira había empezado a producirle cierto horror, y no sólo porque esas horas traían consigo insomnio y terrores nocturnos.



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