El pintor de almas by Ildefonso Falcones
autor:Ildefonso Falcones
La lengua: spa
Format: mobi, epub
editor: Grijalbo
publicado: 2019-08-28T22:00:00+00:00
Todavía no se había levantado el polvo que se acumulaba en el callejón y el percherón seguía pateando tumbado en el suelo, herido, atado al carro, cuando las mujeres de los albañiles se lanzaron en busca de sus esposos. Poco después de que a los relinchos del animal se sumasen los quejidos de los heridos y los gritos de las mujeres, las campanas de la iglesia cercana de Sant Pere de les Puelles empezaron a tocar en señal de alarma: rápido y repetidamente.
Emma ni veía ni podía respirar. «¡Cuidado con las patadas del caballo!», oyó que alguien advertía. Tapó a Julia, su hija, por completo, y trató de apartarse del lugar en el que se oían los golpes de los cascos del percherón contra el suelo y los escombros. En la calleja estrecha, a modo de un gran tubo, parecía que el polvo en suspensión no fuera a desaparecer nunca. «¡Antonio!», gritó. Chocó con alguien; otra mujer. «¡Ramón!», gritaba aquella.
—¡Antonio!
Parada sobre las maderas, no oyó contestación. Su alarido se mezcló con otros tantos, y poco a poco, con los quejidos de dolor de los heridos, los gritos de la gente que iba apareciendo, los relinchos agudos del percherón y el tañido de las campanas de Sant Pere. Llegaron más caballos: la policía. El polvo empezó a desvanecerse y mejoró la visión de la escena. Todos estaban sucios. Emma envolvió todavía más a su niña en el pañuelo en el que la llevaba. No se la oía, pero la sabía viva; la notaba palpitar contra su pecho. Alguien, un policía, empezó a dar órdenes, pero nadie le hizo caso. La gente levantaba tablones y ruinas tratando de liberar a los albañiles atrapados. Algunas mujeres ayudaban; otras, como Emma, permanecían quietas, con la respiración contenida, mirando aquí y allá hasta lograr reconocer a quien buscaban. De repente lo vio: lo extraían dos hombres tirando de él por los brazos, como si fuera un muñeco. Ella saltó por encima de un par de tablones y a punto estuvo de tropezar.
—¡Tengan cuidado! —les recriminó.
Los dos se detuvieron. No soltaron a Antonio, que quedó medio colgando.
—Señora… —empezó a decir uno de ellos.
—¡Guardia! —llamó el otro.
Alguien la agarró de los hombros, desde atrás.
—Está muerto —le susurró al mismo tiempo que los otros dos continuaban tirando del cadáver.
Emma lo contempló, grande y fuerte. No había sangre. No presentaba ninguna herida. ¿Cómo iba a morir un hombre así?
—No —replicó en voz muy baja.
El policía la sujetó por los hombros con más fuerza mientras terminaban de extraer el cuerpo de Antonio y lo colocaban contra la fachada de la casa de enfrente, junto a otro muerto y un par de heridos sentados contra la pared. Entonces la soltó. Emma se volvió hacia él.
—No —repitió.
El guardia frunció la boca.
Emma se arrodilló junto al cadáver de Antonio ajena a las tareas de desescombro. Con la mano izquierda, por encima del pañuelo, agarraba la cabeza de su niña, con la derecha acariciaba el cabello astroso de Antonio. No podía creer que estuviera muerto.
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