El mundo de ayer by Stefan Zweig

El mundo de ayer by Stefan Zweig

autor:Stefan Zweig [Zweig, Stefan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 1942-01-01T05:00:00+00:00


LA LUCHA POR LA FRATERNIDAD ESPIRITUAL

En realidad no sirvió de nada recluirme. La atmósfera seguía siendo opresiva. Y por eso mismo comprendí que no bastaba con una actitud meramente pasiva, con no tomar parte en los burdos insultos contra el enemigo. Al fin y al cabo, uno era escritor, tenía la palabra y, por lo tanto, la obligación de expresar sus convicciones, aunque sólo fuese en la medida en que le era posible en una época de censura. Escribí un artículo titulado «A los amigos en tierra extraña» en el que, rehuyendo clara y rotundamente las fanfarrias de odio de los demás, confesaba que me mantendría fiel a todos mis amigos del extranjero —aunque de momento fuera imposible establecer contacto con ellos— con el fin de seguir trabajando conjuntamente, a la primera oportunidad, en la construcción de una cultura europea. Lo mandé al periódico alemán más leído. Con gran sorpresa mía, el Berliner Tageblatt no dudó en publicarlo íntegro. Sólo una frase, «sea quien sea al que corresponda la victoria», fue víctima de la censura, porque entonces no se toleraba ni la más pequeña duda de que Alemania saldría victoriosa, por supuesto, de aquella guerra mundial. Pero, incluso con esta restricción, el artículo me granjeó algunas cartas indignadas de lectores ultra patriotas que no comprendían cómo, en los tiempos que corrían, alguien podía hacer causa común con aquellos miserables enemigos. No me molestó demasiado. Nunca en mi vida había tenido la intención de convertir a los demás a mis convicciones. Me bastaba con manifestarlas y, sobre todo, poderlas manifestar claramente.

Quince días después, cuando ya casi me había olvidado del artículo, recibí una carta con sello suizo y la estampilla de la censura en la que, por sus trazos familiares, inmediatamente reconocí la mano de Romain Rolland. Debió de leer el artículo, porque decía: «Non, je ne quitterai jamais mes amis». En seguida comprendí que aquellas pocas líneas suyas eran un intento de comprobar si era posible, estando en guerra, ponerse en contacto epistolar con un amigo austríaco. Le contesté a vuelta de correo. A partir de entonces nos escribimos con regularidad y nuestra correspondencia continuó después durante más de veinticinco años, hasta que la Segunda Guerra Mundial —más brutal que la Primera— rompió toda comunicación entre los países.

Aquella carta me proporcionó uno de los momentos más felices de mi vida: como una paloma blanca llegó del arca de la animalidad berreadora, pataleadora y vocinglera. No me sentía solo, sino de nuevo vinculado a una misma manera de pensar. Me sentí robustecido por la superior fuerza anímica de Rolland, porque sabía que, al otro lado de la frontera, él conservaba admirablemente bien su humanidad. Rolland había encontrado el único camino correcto que debe tomar personalmente el escritor en tiempos como aquéllos: no participar en la destrucción, en el asesinato, sino (siguiendo el grandioso ejemplo de Walt Whitman, que sirvió como enfermero en la Guerra de Secesión) colaborar en campañas de socorro y obras humanitarias. Viviendo en Suiza, dispensado del servicio militar



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