El ickabog by Rowling J.K

El ickabog by Rowling J.K

autor:Rowling, J.K.
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788418174315
editor: Penguin Random House Grupo Editorial España
publicado: 2020-11-11T00:00:00+00:00


Spittleworth y Flapoon, que no sabían que un nuevo imprevisto hacía peligrar sus planes, se sentaron a la mesa para disfrutar de una de sus opíparas cenas con el rey. Pero Fred estaba muy alarmado porque acababa de enterarse de que el ickabog había atacado a una familia de Baronstown. Eso significaba que el monstruo se había acercado más que nunca al palacio.

—Es terrible —comentó Flapoon, y trasladó una morcilla entera de la bandeja a su plato.

—Espeluznante —opinó Spittleworth, y se cortó una loncha de faisán.

—Lo que no entiendo es cómo ha logrado burlar la barrera de protección —dijo Fred angustiado.

Porque, claro, le habían dicho que había una división de la Brigada de Defensa contra el Ickabog permanentemente acampada alrededor del pantanal para impedir que el monstruo escapara y se internara en el país. Pero Spittleworth estaba preparado para que Fred planteara el tema y ya se había inventado una explicación.

—Majestad, lamento mucho deciros que dos soldados se quedaron dormidos durante la guardia. El ickabog los pilló desprevenidos y se los comió enteritos.

—¡Santo cielo! —exclamó Fred horrorizado.

—Tras atravesar la barrera —continuó Spittleworth—, el monstruo se dirigió hacia el sur. Luego, el olor a embutidos debe de haberlo atraído hacia Baronstown y, una vez allí, además de comerse al carnicero y a su esposa, aprovechó para zamparse unas cuantas gallinas.

—Es terrible, terrible —dijo Fred estremeciéndose y apartando el plato que tenía delante—. Y entonces regresó al pantanal, ¿no?

—Eso dicen nuestros rastreadores, majestad —dijo Spittleworth—, pero ahora que ha probado a un carnicero cebado con salchichas de Baronstown tenemos que estar listos para que intente burlar la vigilancia de nuestros hombres de vez en cuando. Por eso creo que deberíamos doblar el número de soldados destinados allí, majestad. Por desgracia, eso implicará duplicar el impuesto Ickabog.

Fred estaba observando a Spittleworth, así que no vio la sonrisita de Flapoon.

—Sí, supongo que tiene sentido... —caviló el rey en voz alta.

Nervioso, se levantó y empezó a pasearse por el comedor. La luz de los candelabros hacía que su traje de seda azul celeste con botones de aguamarina lanzara preciosos destellos. Se detuvo para mirarse en el espejo y, de pronto, su rostro se ensombreció.

—Spittleworth —dijo—, el pueblo todavía me quiere, ¿verdad?

—¿Cómo puede su majestad hacer semejante pregunta? —respondió Spittleworth fingiendo gran sorpresa—. Pero ¡si sois el monarca más querido de toda la historia de Cornucopia!

—Es que... ayer, cuando nos topamos con un grupo de gente después de cazar, me pareció que no se alegraban tanto como antes de verme —confesó el rey Fred—. Aplaudieron con desgana y sólo uno agitó una banderita.

—¡Dadme los nombres y direcciones de esos desaprensivos! —pidió Flapoon con la boca llena de morcilla, y se llevó una mano al bolsillo para buscar un lápiz.

—No sé quiénes son ni dónde viven, Flapoon —repuso Fred, que se había puesto a jugar con una borla de las cortinas—. Era un grupo de gente cualquiera. Pero me sentó muy mal y, para colmo, cuando llegué al palacio me enteré de que se ha cancelado el Día de las Peticiones.



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