Veinte mil leguas de viaje submarino by Vernes Jules

Veinte mil leguas de viaje submarino  by Vernes Jules

autor:Vernes, Jules
La lengua: spa
Format: epub
editor: Editorial Zig Zag,
publicado: 2014-04-02T16:00:00+00:00


22

–Las piedras no caen del cielo –comentó Consejo–, salvo que sean aerolitos.

Una nueva piedra, redondeada, golpeó la mano de Consejo, soltando este la sabrosa pata de palomo que comía. Los tres nos pusimos de pie y montamos las escopetas, dispuestos a defendernos. Una veintena de indígenas, armados de arcos y hondas, acababa de aparecer a menos de cien pasos de nosotros. Se acercaban lentamente, mientras llovían las piedras y las flechas.

–¡Al bote! –grité, corriendo hacia el mar.

Ned Land no quiso abandonar las provisiones, pero aún así corría con relativa rapidez. Apenas llegamos al agua, cargamos el bote y nos hicimos a la mar. Unos cien salvajes, aullando, se metieron también al agua. Veinte minutos después estábamos a bordo del Nautilus. Corrí a contarle al capitán lo que ocurría.

–¡Salvajes! –exclamó con ironía–. ¿Y por qué se extraña usted de encontrar salvajes, al poner los pies en cualquier territorio del globo? ¿Acaso son peores que los demás, esos que usted califica de salvajes? Le aseguro que yo me he tropezado con salvajes en todas partes. Pero no se preocupe, al Nautilus no le pasará nada.

Durante la noche, numerosas hogueras en la playa de la isla atestiguaban que los naturales estaban ahí. Y lo mismo pudimos comprobar a la mañana siguiente. Eran alrededor de seiscientos y muchos de ellos se acercaban peligrosamente a la nave. Una veintena de piraguas rodeaba al Nautilus y pronto una nube de flechas cayó sobre el submarino. El capitán Nemo se limitó a ordenar que cerraran las escotillas. Durante todo el día, y también el siguiente, escuchamos los golpes que los salvajes descargaban contra la cubierta metálica del navío. Pero el capitán parecía indiferente. Tal como lo había anunciado, a las dos treinta y cinco del día siguiente, 9 de enero, dio orden de partir y de abrir las escotillas. La marea había subido.

–¿Y los indígenas? –pregunté, porque no cesaban los golpes y gritos ensordecedores sobre la plataforma.

–Señor Aronnax –objetó el capitán–, no se entra así como así por las escotillas del Nautilus, aunque estén abiertas. Vea usted.

En efecto, al abrir las ventanas se asomaron unas veinte horribles caras. Pero el primer indígena que apoyó la mano en la baranda fue rechazado hacia atrás por una desconocida fuerza invisible; y lo mismo les sucedió a diez de sus compañeros. Entonces comprendí todo: la baranda era un cable metálico, cargado de electricidad.

En ese momento, el Nautilus, reflotado por las últimas ondulaciones de la marea, se despegó del fondo de coral, exactamente a la hora fijada por el capitán.



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