Tiempo de alacranes by Bernardo Fernández

Tiempo de alacranes by Bernardo Fernández

autor:Bernardo Fernández [Fernández, Bernardo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2005-01-01T05:00:00+00:00


Nadie le queda a deber a un traficante de armas

Como todas las mañanas, el Señor se levantó muy temprano para dar varias vueltas corriendo al patio del penal, despejado especialmente para él.

Desayunó después una mimosa, machacado con huevo, tortillas de harina y café, todo preparado y servido en su comedor privado por Pancho, su asistente personal, antes de recibir un masaje.

Sólo entonces se sentó en su celda-despacho a leer los periódicos.

Era por cierta deformación profesional, como la llamaba, que acostumbraba leer la nota roja antes que otra cosa.

En todos estos años se había convertido en un auténtico gourmet de la sangre impresa. Tanto, que había establecido categorías dentro de las secciones de crimen en los periódicos.

Despreciaba, por ejemplo, las notas sobre accidentes automovilísticos o desastres naturales. ¿Qué interés podía tener la muerte provocada por el vicio, el descuido o la furia del mar o la tierra?

Un poco mejor clasificaba los decesos provocados por incendios, accidentes caseros o laborales, incluidos descarrilamientos de trenes y avionazos.

Más arriba en su escala situaba las muertes ocasionadas por la furia descontrolada: riñas callejeras, asesinatos pasionales, ajustes de cuentas. Toda aquella tragedia sazonada por las bajas pasiones humanas (¿había de otras?). Si intervenía un arma, mejor.

Las muertes violentas provocadas por el crimen, asaltos fallidos, tiroteos entre bandas, ajusticiados por el narco, secuestros malogrados, venganzas entre capos, jueces ajusticiados, soplones aniquilados, le deleitaban aún más.

La auténtica cereza de su pastel, un manjar escaso y por ello apreciado, era la muerte cuidadosamente planeada de un desconocido. Los asesinatos en serie y los atentados terroristas le parecían expresiones artísticas despreciadas por la academia tradicional que deberían laurearse como la poesía o la arquitectura. ¿Qué podía ser más bello que la planeación obsesiva de un atentado? ¿Qué expresión más elocuente de la condición humana que la repartición democrática, aleatoria, de la defunción prematura?

Por ello conservaba colgada en la pared de su celda la ampliación enmarcada de una foto de Enrique Metinides, legendario reportero gráfico de nota roja.

En la imagen, el cadáver de una mujer recién prensada entre un auto y un poste de luz devolvía una mirada desafiante al observador.

Se trataba de una señora de aspecto distinguido, casi bella, atropellada en la ciudad de México algún día de la década de los setenta.

Pese a no pertenecer a su categoría favorita de muerte, para el Señor esa imagen era poesía pura. Nadie nunca se atrevió a cuestionarlo.

Un día su hija lo había llevado a ver una exposición en Londres. El Señor prefería Las Vegas que Europa, pero su nena gozaba de la total devoción del capo, sobre todo desde que la mamá había volado en pedazos durante un atentado con un coche bomba cuyo objetivo era él mismo.

Aquélla muerte no le había parecido poética.

La exposición era de un fotógrafo gringo, un tal Watson o Wilkins, que se deleitaba fotografiando cadáveres en las morgues de Francia y México.

Al Señor le parecía que las fotos carecían del encanto de las que decoraban los periódicos todas las mañanas, pero accedió a comprarle a su hija un par de imágenes.



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