Kim by Rudyard Kipling

Kim by Rudyard Kipling

autor:Rudyard Kipling [Kipling, Rudyard]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Aventuras, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1901-01-01T05:00:00+00:00


Capítulo 9

S’doaks era hijo de Yelth el Sabio,

Jefe del clan del Cuervo

Itswoot el Oso le tenía a su cuidado

Para hacer de él un curandero.

Era rápido y más rápido aún para aprender,

Atrevido y más atrevido aún para arriesgar:

¡Bailó la temible danza Kloo-Kwallie

Para hacerle cosquillas a Itswoot el Oso!

Leyenda de Oregón

Kim se lanzó con todas sus ganas en el siguiente giro de la rueda. Por un tiempo, sería de nuevo un sahib. Con esa idea en mente, tan pronto como alcanzó la ancha carretera por debajo del ayuntamiento de Simia, buscó a alguien a quien impresionar. Un niño hindú, de unos diez años, estaba acuclillado bajo una farola.

—¿Dónde está la casa del señor Lurgan? —preguntó Kim.

—No entiendo inglés —fue la respuesta, y entonces, Kim cambió de lengua.

—Te la enseñaré.

Juntos se pusieron en camino en el crepúsculo inquietante, lleno de voces de la ciudad bajo la pendiente y del soplo de un viento fresco desde la cima del Jakko coronado de deodares con un trasfondo de estrellas. Las luces de las casas, esparcidas a cada nivel del terreno, hacían como de doble firmamento. Algunas eran luces fijas, otras pertenecían a los rickshaws de los ingleses, despreocupados y parlanchines, que salían a cenar.

—Es aquí —dijo el guía de Kim y se paró en una veranda al nivel de la calle principal. Ninguna puerta les detuvo, sino una cortina de corales que filtraba en estrías la luz de la lámpara del interior.

—Él ha llegado —dijo el niño con una voz un poco más alta que un suspiro y desapareció. Kim se dio cuenta de que, desde el principio, el niño había sido apostado para guiarle, pero poniendo cara de valor ante la situación, descorrió la cortina. Un hombre de barba negra, con una visera verde sobre los ojos, estaba sentado a la mesa y con manos pequeñas y blancas cogía, una a una, bolitas de luz de un recipiente que tenía ante él, las enhebraba en un hilo de seda brillante y tarareaba para sí todo el tiempo. Kim notó que más allá del círculo de luz, la habitación estaba llena de cosas que olían como todos los templos de Oriente. Una fragancia de almizcle, un aroma de madera de sándalo y un efluvio pegajoso de aceite de jazmín llegó hasta sus dilatadas fosas nasales.

—Estoy aquí —dijo Kim al fin, hablando en la lengua nativa: los olores le hicieron olvidar que allí tenía que ser un sahib.

—Setenta y nueve, ochenta, ochenta y uno —el hombre contaba para sí, ensartando perla tras perla tan rápido que Kim podía apenas seguir sus dedos. Se quitó la visera verde y miró fijamente a Kim durante medio minuto. Las pupilas de sus ojos se dilataron y se contrajeron, como a voluntad, hasta parecerse a las cabezas de una aguja. En la Puerta de Taksali había un faquir que tenía justo ese don y hacía dinero con él, especialmente cuando maldecía a mujeres tontas. Kim observó con interés. Su amigo de dudosa reputación podía también mover las orejas, casi como una cabra y Kim estaba decepcionado porque este desconocido no podía imitarle.



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