PLEGARIAS PARA UN ZORRO by ENZA GARCÍA ARREAZA

PLEGARIAS PARA UN ZORRO by ENZA GARCÍA ARREAZA

autor:ENZA GARCÍA ARREAZA [ARREAZA, ENZA GARCÍA]
La lengua: eng
Format: epub
editor: PARAÍSO PERDIDO
publicado: 2018-11-05T17:48:09+00:00


Creo que fue eso lo que mi abuela no le perdonó, que no la llevara consigo y le diera la nieve y los árboles nuevos. Por eso, Ana Arreaza se vengó y tuvo cinco hijos con el primero que le dio un beso que no fuera blanco. Luego, a los 23, tomó por esposo a un hombre que gemía hermosamente, pero comprendió bastante pronto que de esos hombres uno no podía confiarse: los que gimen como mujer guardan también lo que en ellas hay de monstruos. Ustedes saben, esa afición por los tribunales de guerra, esa indiscreción de algunos caballeros al envidiar la fuerza de las mujeres con las que copulan. No tuvo hijos con él.

En ese tiempo, en la estridente ausencia de Stein, ella se convirtió en la consultante más selecta de Puerto La Cruz. Gracias a ello, varias de sus nietas pudimos escoger nuestra educación. Ana era experta descubriendo cuernos y recetando brebajes que harían que cualquier hombre se rindiera a cualquier mujer. O eso es lo que cuentan, yo nunca lo supe. La verdad es que nunca le pedí que me leyera las cartas ni nada parecido: nunca me gustó ningún hombre del barrio, tampoco las doncellas encerradas, y apenas pude, corrí a la universidad, sin saber cómo jurar por Capuano o por Odín. Ella tuvo a sus dos últimas hijas: Aleida —mi madre— y Lucía —eterna amante de Castico Caeiro—, luego de cumplir 33 años, tiempo después de que Alexander volviera a Sierra Maestra. Ahora sí era un señor, y más que nunca parecía una hermosa criatura de plata, con el alma desgastada de tanto frío, de tanto añorar un curioso calor junto a los rumores de la costa. Nadie sabe si finalmente mi abuela le leyó el futuro o si le habrá quitado lo que él tanto pronosticó. Pero supongo que él mismo podrá explicármelo. Allí está, sentado frente al ataúd donde reposa Ana Adelina Arreaza, muerta, por supuesto, el 13 de junio. Parece que ha llorado de verdad, como al principio de cada persona. Él me mira, algo me dice que un día escribiré: 'A veces sueño que sigue mirándome'. Sé que adivina de qué color es el demonio que llevo por dentro. Frente a él es difícil no sentirse transparente. Trato de recordarlo en mi infancia en esta casa, pero hay un vacío enjundioso, su nombre no me resulta conocido. No tardo en descubrir que la etimología de una persona no siempre se ciñe a la historia universal de lo cotidiano. Solo recuerdo que alguna vez me dijeron que era san Antonio quien merodeaba el patio. Recuerdo las travesuras de Lucía o los versos de Pessoa que Castico recitaba a todo pulmón cuando bebía de más. O esos diccionarios improvisados en las paredes mohosas: betula sirve para decir abedul en latín y en portugués.

Él se levanta, quebradizo y risueño, con el traje y el bastón. 'Las cosas viejas no huelen como las antiguas', me digo. El cariaquito morado. Son los recuerdos los que lijan los filos de la intimidad.



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