El futuro tiene tu nombre by Brenna Watson

El futuro tiene tu nombre by Brenna Watson

autor:Brenna Watson [Watson, Brenna]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 2017-09-23T04:00:00+00:00


11

A media mañana Marian tenía la espalda como si fuera una tabla, por no hablar de sus nalgas, que ya ni suyas le parecían. El vehículo iba a buen ritmo y el señor Hamilton tenía razón: se zarandeaba. Más de lo que ella hubiera creído posible. Al principio sintió náuseas y se vio forzada a abrir la ventanilla para tomar un poco de aire. No había desayunado, pensando que, de hacerlo, él la descubriría antes de que ella pudiera colarse en el carruaje. Ahora lo lamentaba. El estómago vacío no paraba de saltar desde su garganta hasta sus pies, y viceversa.

El hombre, en cambio, parecía muy tranquilo. Se había reclinado en el respaldo, cruzado los brazos sobre el pecho y cerrado los ojos. No sabía si dormía o solo descansaba, pero era evidente que se encontraba bastante cómodo. Ojalá ella pudiera viajar de esa forma tan relajada.

—Cuanto menos piense en ello, mejor —dijo entonces el señor Hamilton, sin abrir siquiera los ojos.

—¿Cómo dice? —preguntó ella, que se había sobresaltado al oír su voz.

—En el viaje. No piense en ello. Procure ocupar su mente en otras cosas, relájese, duerma un poco si quiere. Tenemos muchas horas por delante.

—Ya —respondió ella, lacónica.

Entonces sí la miró. Abrió los ojos y aquellas oscuras pupilas registraron cada detalle en unos pocos segundos.

—¿Ha comido algo antes de salir?

—En realidad no he tenido tiempo —reconoció ella, ruborizándose.

—Ya veo. Su plan no era perfecto, después de todo.

—No pretendía que lo fuera —respondió irritada—. Lo único que quería era que no se marchara sin mí.

Él volvió a clavarle la mirada y ella se la mantuvo, aguardando alguna otra crítica, que no llegó. Sí que volvió a sentir, en cambio, esos síntomas a los que ya comenzaba a acostumbrarse y que, comprendió de repente, siempre se producían cuando el señor Hamilton se hallaba cerca. Frunció el ceño, tratando de discernir qué podía significar eso, pero sus pensamientos no llegaron más allá. Él se incorporó, levantó el asiento sobre el que había permanecido reclinado y dejó al descubierto una especie de arcón. Introdujo la mano en él y sacó una cesta de mimbre, que colocó a su lado.

—Coma algo —le dijo—. No demasiado, no llene su estómago. Elija algo fresco, tal vez un poco de fruta. Se sentirá mejor de inmediato.

Ella asintió. De nuevo, había acudido en su rescate. ¿Realmente era ella tan inútil? ¿De verdad necesitaba que un hombre la salvara continuamente de su vida? «Lamentablemente —se dijo— parece que así es». Deseaba que todo aquello acabara, poder instalarse por su cuenta y tomar las riendas de su vida al fin. «Aguanta un poco más. Solo unos días y todo habrá terminado», se consoló, mientras extraída de la cesta una jugosa manzana. El señor Hamilton tenía razón, como siempre. Unos minutos después las náuseas habían remitido.

Procuró centrar sus pensamientos en algo agradable, en algo que la hiciera olvidar dónde se encontraba. Por desgracia, no había mucho donde elegir. Los últimos años no habían estado precisamente llenos de recuerdos memorables. Tuvo



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