El castillo blanco by Orhan Pamuk

El castillo blanco by Orhan Pamuk

autor:Orhan Pamuk [Pamuk, Orhan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1978-12-31T16:00:00+00:00


7

Tenía algún dinero ahorrado de lo que le había ido sisando al Maestro cuando podía y de lo que había ganado trabajando aquí y allá. Antes de salir de la casa lo saqué de donde lo tenía escondido, de un calcetín en el baúl en que estaban todos mis libros, que ya no leía. Luego, embargado por la curiosidad, fui a la habitación del Maestro; la lámpara seguía encendida y él se había quedado dormido bañado en sudor. Me sorprendió la pequeñez del espejo que me había asustado durante toda la noche con aquel mágico parecido en el que nunca había podido creer del todo. Salí de la casa a toda prisa sin tocar nada. Mientras caminaba por las calles desiertas del barrio, se levantó una ligera brisa, me apeteció lavarme las manos, sabía adonde iba y estaba feliz. Me agradaba caminar por las calles en el silencio de la madrugada, bajar por las cuestas que daban directamente al mar, lavarme las manos en cualquier fuente, contemplar el Cuerno de Oro.

La primera vez que oí hablar de la isla de Heybeli fue a un joven sacerdote que había venido a Estambul procedente de allí; me describió entusiasmado la belleza de las islas cuando nos vimos en Gálata. Y debía habérseme quedado en la memoria, porque al salir del barrio sabía que era allí adonde me dirigía. Los barqueros y pescadores con los que hablé me pidieron terribles sumas de dinero para llevarme a la isla y me hundí moralmente, pensé que se habían dado cuenta de que era un fugado y que le revelarían mi paradero a los hombres que el Maestro enviaría en mi persecución. Luego decidí que era una forma de intimidar a los cristianos, a quienes despreciaban porque temían la peste. Para no atraer demasiado la atención, llegué a un acuerdo con el segundo barquero con el que hablé. No era un hombre vigoroso, y en lugar de remar como debía me enumeraba de qué pecados era castigo la enfermedad. Añadió que no me serviría de nada refugiarme en la isla para huir de la epidemia. Mientras hablaba pude darme cuenta de que tenía tanto miedo como yo. El viaje duró seis horas.

Sólo mucho más tarde pude llegar a la conclusión de que los días que pasé en la isla fueron felices. Me alojaba por poco dinero en la casa de un pescador rumí e intentaba que no se me viera demasiado porque seguía sintiéndome inseguro. A veces pensaba que el Maestro habría muerto y a veces en los hombres que lanzaría en mi persecución. En las islas había muchos otros cristianos que, como yo, huían de la peste, pero no me apetecía hablar con ellos.

Por la mañana me hacía a la mar con el pescador y volvíamos ya de noche. Durante cierto tiempo me aficioné a pescar langostas y nécoras con arpón. Si hacía tan mal tiempo como para no salir a pescar, paseaba por el perímetro de la isla hasta llegar al huerto del monasterio, donde a veces me quedaba apaciblemente dormido bajo las enredaderas.



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