El castigo de la Bella Durmiente by Anne Rice

El castigo de la Bella Durmiente by Anne Rice

autor:Anne Rice [Rice, Anne]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Erótico
editor: ePubLibre
publicado: 1984-01-01T05:00:00+00:00


Tristán descubre un poco más su alma

Tristán:

Debía de ser media mañana cuando me despertó uno de los sirvientes, que rápidamente me sacó de la cama. El muchacho, demasiado joven para ser amo de un esclavo, parecía gozar con la tarea de ponerme el desayuno en una cacerola en el suelo de la cocina.

Luego me hizo salir apresuradamente a la calzada que daba a la parte posterior de la casa, donde se hallaban dos espléndidos corceles humanos colocados uno junto al otro, con las riendas enganchadas a un único arnés de unos dos metros de longitud aproximadamente. La guarnición se prolongaba tras ellos hasta llegar a otro muchacho que la sostenía y que ayudó rápidamente al primero a situarme en el tiro. Mi verga ya se había puesto firme pero, sin explicación aparente, me sentí paralizado, lo que obligó a los muchachos a manejarme con rudeza.

No había ningún carruaje en las proximidades de la casa, a excepción de los que pasaban con estruendo a todo galope y con el chasquido de los látigos. Las herraduras de las botas de los esclavos producían un sonido plateado, claro, mucho más ligero y rápido que el de los caballos de verdad, pensé, mientras mi pulso se aceleraba vertiginosamente.

Me habían colocado en solitario detrás del primer par del tiro. Con maestría y rapidez, ligaron las correas alrededor de mis testículos y mi pene, levantándolos hasta el miembro erecto para que quedaran guarecidos bajo él. No pude evitar retorcerme cada vez que las firmes manos apretaban las ligaduras. Me ataron las manos a la espalda y me colocaron un grueso cinturón alrededor de las caderas, con el pene erecto sujeto contra él.

Luego, introdujeron con ímpetu un falo en mi trasero, que a su vez quedó atado al cinturón con unas sogas que ascendían por detrás y pasaban entre las piernas por delante. Parecía estar mucho mejor ajustado que el día anterior pero no llevaba la cola de caballo; ni tampoco me pusieron botas, lo cual, cuando me di cuenta, me asustó más de lo concebible.

Notaba mis nalgas apretadas por las ligaduras de cuero que sostenían el falo, con lo que me sentí más expuesto y desnudo en esa parte. Al fin y al cabo, la cola de caballo había representado una forma de protección.

Pero experimenté verdadero pánico cuando me colocaron el arnés, que me metieron por la cabeza y los hombros. Los jaeces eran delgados, casi delicados, y estaban cuidadosamente bruñidos.

Uno de ellos me rodeaba la parte superior de la cabeza y bajaba por los lados, ramificándose para no cubrir las orejas y enganchándose en el cuello mediante un collar ancho y suelto. Otro jaez delgado bajaba sobre mi nariz y biseccionaba un tercero que me rodeaba la cabeza a la altura de la boca, donde mantenía sujeto un falo corto de inmenso grosor que habían metido a la fuerza entre mis labios sin darme tiempo a protestar. Este falo llenaba la boca, aunque no penetraba excesivamente, y yo mordía y chupaba su base casi sin poder controlarme.



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