Cuentos de amor by Hermann Hesse

Cuentos de amor by Hermann Hesse

autor:Hermann Hesse [Hesse, Hermann]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 1995-01-01T05:00:00+00:00


Lo que vio el poeta al anochecer

En el sur, en el encendido crepúsculo de un día de julio, las cumbres rosadas de las montañas flotaban entre las azules brumas veraniegas; en la campiña hervía sofocante la espesa vegetación; el maíz, alto y recio, estaba rebosante; en muchos campos se había cortado ya el trigo; las flores de los prados y jardines exhalaban dulces y penetrantes fragancias que se mezclaban con el suave y fino olor del polvo de la carretera. Entre el denso verdor, la tierra aún conservaba el calor del día; las fachadas doradas de los pueblos desprendían cálidos destellos nocturnos en el anochecer incipiente.

Una pareja de enamorados iba de un pueblo a otro, lentamente y sin rumbo fijo, por la tórrida carretera. Demoraban el momento del adiós, ya cogidos de la mano, ya enlazados, hombro con hombro. Bellos y gráciles, radiantes con sus ligeras ropas de verano, el calzado blanco, la cabeza al descubierto, arropados por el amor e invadidos por una suave fiebre nocturna. La joven tenía la tez y el cuello blancos, el hombre estaba curtido por el sol. Ambos eran esbeltos y caminaban erguidos; ambos guapos, ambos unidos en aquel instante por el sentimiento de ser una sola cosa, como alimentados e impulsados por un único corazón; ambos, sin embargo, eran claramente distintos y estaban alejados el uno del otro. Vivían el momento en el que la camaradería se transforma en amor y el juego se convierte en destino. Ambos sonreían, y ambos estaban serios, casi tristes.

En aquellos momentos no pasaba nadie por la carretera para ir de un pueblo a otro; ya hacía rato que los campesinos habían terminado su jornada. Los enamorados se detuvieron y se abrazaron cerca de una casa de campo que resplandecía luminosa a través de los árboles, como si aún le diera el sol. Tiernamente, el hombre, condujo a la muchacha al borde de la carretera, donde se alzaba un muro bajo. Se sentaron allí para seguir estando juntos, para no tener que volver al pueblo con sus gentes ni reanudar el trecho de camino que aún les quedaba por recorrer. Se quedaron sentados en el muro, silenciosos, debajo de una parra, entre claveles y saxífragas. En medio del polvo y de los olores, les llegaban los murmullos del pueblo: niños que jugaban, el grito de una madre, risas de hombres, el lejano y vacilante sonido de un viejo piano. Sentados tranquilamente, se apoyaban el uno contra él otro, sin decir palabra. Percibían juntos, a su alrededor, el follaje que oscurecía, los aromas que fluían, el aire cálido que se estremecía ante el primer indicio de rocío y frescor.

La muchacha era joven, muy joven y hermosa; el cuello alto y delgado sobresalía fina y delicadamente de su vaporoso vestido; las cortas mangas dejaban ver la blancura de brazos y manos, en toda su gracilidad y esbeltez. Quería a su amigo; creía amarlo de corazón. Sabía muchas cosas de él, lo conocía francamente bien: habían sido amigos durante largo tiempo.



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