Celia se pudre by Héctor Rojas Herazo

Celia se pudre by Héctor Rojas Herazo

autor:Héctor Rojas Herazo [Rojas Herazo, Héctor]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1986-01-01T00:00:00+00:00


Era como un inmenso caramelo. Verde negro y rojo. Al final estaba su cabecita de merengue, aquel minúsculo círculo de albayalde, por encima de los balcones. Extendía sus manos —⁠dos pájaros blancos que revolaban sobre la cortina de la levita, sobre los carteles con letras moradas, sobre el inmenso girasol que rehileteaba en su pecho⁠— para despertar las cornisas o el vidrio de las manzardas. Tentaba con un dedo, casi invisible de lo pequeño, la mugre de inviernos y veranos; acariciaba la cinta o la flor en el pelo de aquella muchacha acodada al muro de esa azotea, arrancaba un pétalo de esa flor, lo olvidaba en el viento. La muchacha sonreía, alelada. Pasaba el dedo enguantado por la marquesina de un edificio y lo untaba de algo (tal vez de un polvillo de hollín o mariposas) que, al acercarlo a sus ojos y repararlo fijamente, lo hacía cavilar. Lo deshacía después, rozando apenas el pulgar con el índice, en el aire rosado. Avanzaba. Un largo tranco de su larguísima pierna roja y otro tranco, más largo todavía, de su larguísima pierna verde. Un zapato de niño, con el tacón y la punta doblados hacia arriba, al final de cada una de sus asombrosas canillas, resultaban dos elementos, ajenos, apabullados, únicamente necesarios para suscitar una piadosa hilaridad. De pronto, girando en una peligrosa cabriola de peonza rojinegra, verde-blanco-violeta, caminando en reversa, hizo tabletear contra su pecho y su espalda las pancartas que anunciaban el circo. Desde arriba, desde las propias nubes, le sonreía a todos los hombres. Se oyó su aérea, lejana vocecilla de gigante de zancos: «¡Los hijos de Dios han llegado!». Buscamos los ángeles, pero el viento estaba vacío, únicamente poblado de ventanas y luces. La música de los soplacobres, disfrazados de húsares, nos devolvió a la tierra, a las cejas y cabelleras ardientes, a la avenida donde los automóviles se enfilaban a lado y lado. Entonces sintió el gemido (otra vez la súplica desconsolada) del violín del aprendiz. Lo llamaba por su nombre a través de las sílabas intermitentes que, al caminar, emitían los zapaticos del hombre de los zancos. El violín le pedía le comer y beber, apelaba a su sangre y a sus huesos. Y él quiso rescatarlo, librarlo y librarse, para siempre, del arco nefando con que, en sesiones de execrable puntualidad, era pasado y repasado por su invisible torturador. Y, con toda la fuerza de su corazón, le imploró ayuda, a su vez, a los pantalones del estrafalario gigante. Y los pantalones, inflados por la solución que debían otorgarle, magnificados por la gracia solar, siguieron avanzando por la avenida.

❁❁❁

Con un último angustiado bamboleo, el Lura se desprendió del arrecife. Osciló peligrosamente (escoró tanto sobre estribor que pudimos, por un largo instante, apreciar su cubierta ulcerada, la techumbre en harapos que cubría las dos hileras de camarotes) al emitir aquel grito de despedida, atroz, sin ruido ninguno, a través de su chimenea, entrando a la corriente libre del mar. Y aquella imponente masa de ruina emprendió su nuevo, increíble y desolado viaje entre las olas.



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