Asesinato en Roma by Walter Astori

Asesinato en Roma by Walter Astori

autor:Walter Astori [Astori, Walter]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2018-04-22T16:00:00+00:00


XXII

—¿Estás seguro de que era él?

—Sin duda: era Cayo Antonio.

Estaba oscuro y caminaba junto a Censo a lo largo de la orilla del Tíber, cerca del puerto fluvial de Emporium, tras haber pasado los depósitos de los Horrea Galbana. No era prudente adentrarse tan tarde en aquella zona plebeya, pero tenía que descubrir qué estaba sucediendo. Hacía ya días que sospechaba que mi amigo Antonio estaba implicado en algo turbio y quería tener la certeza.

—Lo he visto salir con mis propios ojos por la puerta de atrás de la domus de Cicerón, que me habías pedido vigilar —prosiguió Censo—. Iba con Vitruvio Mamurra y otros dos hombres, pero, por como iban aparte, creo que los dos últimos eran solo fuerza bruta. Antonio y Mamurra, sin embargo, caminaban codo con codo y discutían animadamente.

—¿Has conseguido oír algo?

—Nada, he tenido que mantenerme a una distancia de seguridad para que Antonio no me reconociese. Andaban con mucha cautela, Mamurra se volvía de continuo y un par de veces he temido ser descubierto, pero he conseguido desviar las sospechas.

Bordeamos el porticus Aemilia hasta un bloque de casas populares de toba. Los caementa, materiales que caracterizaban las obras de construcción de pocas pretensiones, resaltaban incluso con aquella poca luz. Se trataba vulgarmente de esquirlas de piedra y guijarros mezclados con mortero, que daban a las paredes un aspecto irregular.

—Han entrado en aquel edificio —señaló Censo.

Asentí y me detuve a pensar. El siguiente movimiento era delicado y no debía actuar por impulso. Conocía bien a Antonio, habíamos compartido muchas veces el campo de batalla guardándonos las espaldas el uno al otro. Seguro que había una explicación válida para su imprevista desaparición y sus negocios con Mamurra. Allí quietos, sin embargo, no la descubriríamos nunca.

—¡Vamos! —ordené.

Censo sacó la vara y me abrió paso hacia la entrada del edificio. De cerca, las paredes estaban aún más destartaladas, con muchos desconchones que parecían a punto de caer. Pintadas exaltando las dotes sexuales de una tal Adriana cubrían toda la anchura de la pared. A la izquierda, a pocos pasos de la entrada, escondidos apenas por un matorral, había dos jovenzuelos que retozaban sin pudor. A la derecha, en cambio, sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared, un hombre bebía de un cuenco de vino llenándolo una y otra vez de un odre.

—Buscamos a Cayo Antonio, ¿lo conoces? —le pregunté.

El hombre se volvió despacio hacia mí y se quedó mirándome entrecerrando los ojos enrojecidos por la embriaguez.

—Cayo Antonio —repitió silabeando.

Dijo que no con la cabeza y volvió a concentrarse en el vino. Inútil perder más tiempo con él. Hice a Censo señal de entrar. En el bajo se abrían dos corredores que llevaban a sendas habitaciones, y una escalera conducía al piso superior.

—Arriba —le dije a Censo.

Nos pegamos a la pared y subimos los escalones procurando no hacer ruido. El pasillo del primer piso estaba en penumbra. Había solo una lamparita de aceite encendida en un rincón que, sin embargo, no bastaba para iluminar toda la zona.



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