Una reina en el estrado by Hilary Mantel

Una reina en el estrado by Hilary Mantel

autor:Hilary Mantel [Mantel, Hilary]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2012-04-23T04:00:00+00:00


Mi mano puede alcanzar mi más ansiado deseo,

a mi alcance tengo ya aquello que más anhelo.

Por lo que yo más estimo ya no tendré que implorar,

a aquella a quien otorgué poder para en mí reinar.

Eso piensa él. Puede implorar e implorar, pero eso no tiene ningún efecto en Jane.

Hay que seguir atendiendo los asuntos del país, y así es como lo hace. Una ley para que Gales tenga representantes en el Parlamento, para convertir el inglés en el idioma de los tribunales de justicia y para privar a los señores de Gales de los poderes de que disfrutan. Una ley para clausurar los monasterios pequeños, los que producen menos de doscientas libras al año. Una ley para crear un Tribunal de Anexiones, un nuevo organismo que se haga cargo de los ingresos procedentes de esos monasterios: su canciller debe ser Richard Riche.

En marzo, el Parlamento rechaza su nueva ley de pobres. Era demasiado para que los Comunes lo digiriesen, el que los ricos pudiesen tener algún deber con los pobres; el que si te enriqueces, como hacen los gentilhombres de Inglaterra, con el comercio de la lana, tengas alguna responsabilidad con los hombres expulsados de la tierra, los trabajadores sin trabajo, los sembradores sin tierra que sembrar. Inglaterra necesita caminos, fuertes, puertos, puentes. Los hombres necesitan trabajo. Es una vergüenza verles mendigar el pan, cuando el trabajo honrado podría mantener seguro el reino. ¿No podemos juntarlos, los brazos y la tarea?

Pero el Parlamento no es capaz de aceptar que crear trabajo sea tarea del Estado. ¿No son cosas esas que están en manos de Dios, y no son la pobreza y el desamparo parte de su orden eterno? Para todo hay una estación: hay una época de hambre y una época de robar. Si cae la lluvia durante seis meses seguidos y pudre el grano en los campos, tiene que ser obra de la providencia; porque Dios sabe lo que hace. Es un ultraje para los ricos y los emprendedores, sugerir que deberían pagar un impuesto sobre la renta, sólo para poner pan en las bocas de los perezosos. Y si el secretario Cromwell aduce que el hambre provoca criminalidad: bueno, ¿no hay acaso verdugos suficientes?

El propio rey acude a los Comunes para hablar en favor de la ley. Quiere ser Enrique el Estimado, el padre de su pueblo, el pastor del rebaño. Pero le miran todos con rostro inexpresivo desde sus bancos y no le hacen caso. El fracaso de la medida es comprensible. «Ha acabado como una ley para la flagelación de los mendigos —dice Richard Riche—. Es más contra los pobres que a su favor».

—Quizá podamos proponerla de nuevo —dice Enrique—. En un año mejor. No os desaniméis, señor secretario.

Sí, habrá años mejores, ¿verdad? Él seguirá intentándolo; conseguirá sortearlos cuando no estén en guardia. Poner en marcha la medida en la Cámara de los Lores y afrontar la oposición… Hay medios y medios con el Parlamento, pero a veces él desearía poder echar a patadas a sus miembros de nuevo a sus tierras, porque conseguiría ir mucho más deprisa sin ellos.



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