Alas negras sobre Terrenate by Álber Vázquez

Alas negras sobre Terrenate by Álber Vázquez

autor:Álber Vázquez [Vázquez, Álber]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2013-05-01T16:00:00+00:00


* * *

La muchacha no separó los labios hasta un rato después. Parecía tenerles miedo. Parecía tenerle miedo a todo. Mira, hemos matado a todos los hombres que te secuestraron. ¿No te dice esto algo? ¿Nos reconoces? ¿Entiendes lo que decimos?

El capitán llegó, la interrogó con muy poca paciencia y comenzó a maldecir con tanto descomedimiento que la chica se llevó las manos a los oídos.

—¿Y ahora qué cojones hacemos? No podemos cargar con ella, maldita sea nuestra mala suerte…

—Tampoco podemos dejarla aquí, capitán… —terció el sargento.

—Lo sé. ¡Lo sé! Es de los nuestros y nos la llevamos. ¡Pero eso cambia por completo nuestros planes! ¡Me cago en todos los putos ángeles del Cielo!

Acto seguido, se largó de allí a paso apresurado. Él mismo se puso al frente de los dragones encargados de la incautación de pieles y víveres. Un mocoso, de esos que siempre creen ser mucho más mayores de lo que en realidad son, se les revolvió y el capitán le cruzó la cara con tal ímpetu, que lo hizo volar tres pasos atrás.

—¡Joder! —se le oía gritar de vez en cuando. Ni uno solo de los dragones que se hallaba a su lado tuvo temple para dirigirle la palabra. Siquiera para mirarle a los ojos.

—Tranquila —le dijo Góngora, con voz sedosa, a la muchacha.

En presencia de un Arrillaga que conocía aquel tono: un dragón habla así cuando se aproximan los problemas; cuando los invocas y no te estás enterando de que lo haces.

—El capitán es un poco brusco —continuó Góngora.

—Y tú un poco idiota —intervino Arrillaga dispuesto a dejar las cosas claras desde el principio.

Tenían a una española de veintipocos años tan linda con el sol. Aterrorizada por todo lo sufrido, pero con la belleza y el talle intactos. Y él, el sargento Arrillaga, tenía a treinta dragones a cada cual más hombre. Dicho de otro modo: los bufidos del capitán se hallaban más que justificados. Y quien no lo crea, que mire la cara bobalicona del imbécil de Góngora.

—Aparta, tarado —dijo, con rudeza, el sargento.

Góngora se hizo a un lado pero siguió a Arrillaga cuando este se llevó a la muchacha a un extremo del campamento.

—¿Cómo te llamas? ¿Sabes cómo te llamas? —preguntó el sargento.

La mujer asintió con la cabeza. Bien. Al menos, comprendía lo que se le decía.

—Somos de Terrenate.

Como si le hubiera dicho que provenían de la luna. La muchacha no parecía demasiado al tanto de los presidios de la zona.

—¿Me vas a decir tu nombre?

Ella lo intentó. Arrillaga, poco hábil en estos asuntos, no se dio cuenta pero Góngora sí.

—Sargento.

—Qué.

—Está temblando.

Arrillaga la observó de pies a cabeza y se dio cuenta de que la muchacha tiritaba. De miedo, de frío o de vete tú a saber qué.

—Trae tu manta, Góngora —dijo.

El dragón obedeció de inmediato. Ni un minuto después regresó con ella y cubrió los hombros de la chica.

Ella bajó la cabeza y la olió. Tras dos largas semanas durmiendo a la intemperie, no desprendería un aroma excesivamente agradable; sin embargo, la mujer sonrió.



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