Una luz tan intensa by Joan Ohanneson

Una luz tan intensa by Joan Ohanneson

autor:Joan Ohanneson
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Histórico
publicado: 1997-08-09T22:00:00+00:00


La viuda del margrave miró con recelo las dos mesas situadas en un rincón del escritorio.

—Por fin hemos decidido qué visiones iluminarán el libro de la abadesa, Savias —explicó con entusiasmo Richardis, a quien había alegrado sobremanera la visita de su madre.

—Otra flor que añadir al ramillete que pronto tendrá la abadía —señaló la dama mientras observaba una página de vitela dominada por una gran S inicial pintada de azul y adornada con cintas rojas, violetas y lirios.

—Y aquí se instalará un día la biblioteca —informó Richardis cuando entraron en una pequeña sala contigua que contenía sólo unos pocos libros apilados junto a la pared.

—Pronto, sospecho, si tú eres la responsable.

—Acaban de repartirse los cargos —comentó la joven mientras se encogía de hombros—, y la hermana Radigunda será la bibliotecaria.

—¡Imposible! —exclamó con indignación su madre.

—A mí también me dolió, señora —reconoció Richardis—, pero no me atrevo a demostrarlo. Ya son muchas las que me guardan rencor desde que la abadesa me nombró su ayudante.

—¿Y qué cargo te han asignado entonces?

—Dirigiré la nueva casa donde se dará asilo a las mujeres pobres —respondió Richardis—. Así al menos gozaré de cierta independencia. Venid —añadió, ansiosa por distraer a su madre—, os enseñaré el edificio.

Sabía que, mientras atravesaran el recinto, sus voces quedarían ahogadas por los gritos de aviso de los obreros que subían los bloques de piedra en los andamios. Señaló una nube de polvo donde los trabajadores excavaban la tierra con palas.

—Es ahí —indicó—. La casa estará cerca de la puerta de entrada.

—¿Y en qué consistirá tu tarea diaria? —inquirió, con voz cavernosa la madre. Richardis ladeó la cabeza hacia un par de mujeres embarazadas cuyos hijos cogían con ansia el pan que les ofrecía la hermana limosnera.

—Miradlos. Siempre hay llagas que tratar, niños que ayudar a nacer, muelas que arrancar y, por supuesto, cadáveres que enterrar.

—No lo entiendo —dijo con amargura doña Richardis—. Con tus conocimientos sobre libros y música, y tu exquisito talento para los bordados...

—Y mi voto de obediencia, señora. —La monja esbozó una sonrisa irónica—. Nos enseñaron que la regla exige obediencia de corazón, no sólo de palabra.

—¿Y qué será de tu trabajo en el escritorio como copista de la abadesa?

—El trabajo continuará.

—¿Sin ti? —preguntó con un tono agudo que delató su exasperación.

—No temáis, mi señora. Cosecharé bendiciones extraordinarias por mi labor con los pobres. La caridad es una función capital de la abadía y ahora me toca a mí participar de ella.

—Se te ve más resignada que conforme.

—¿Y qué alternativa tengo? Pedí un reto a la abadesa, y me lo ha dado. ¿Qué más puedo decir?

—Son los mismos sentimientos que expuse a tu hermano cuando me anunció su decisión —afirmó la madre con un suspiro—, aunque no quiso hacerme caso.

—¿Qué decisión?

—¿No te ha puesto al corriente, pues? —La dama se mostraba complacida—. Quizá lo convencí al final.

—¿De qué? —balbució Richardis, tras dar un puntapié a una piedra que se interponía en su paso—. Seguro que carece de toda importancia para mí.

—Al contrario. No considero yo una fruslería que el arzobispo piense en ti para ocupar la vacante de abadesa en Bassum.



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