Un hombre llamado Spade by Dashiell Hammett

Un hombre llamado Spade by Dashiell Hammett

autor:Dashiell Hammett [Hammett, Dashiell]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1944-01-01T00:00:00+00:00


EL AYUDANTE DEL ASESINO

La placa dorada de la puerta, bordeada de negro, decía: Alexander Rush, Detective privado. Dentro, un hombre feo estaba repantigado en una silla, con los pies sobre un escritorio amarillo.

La oficina no era acogedora. Los muebles eran escasos y viejos, poseían la lamentable edad de los objetos de segunda mano. Un deshilachado cuadrado de alfombra de color pardo cubría el suelo. De una pared amarilla colgaba un certificado enmarcado que autorizaba a Alexander Rush a ejercer la profesión de detective privado en la ciudad de Baltimore, ateniéndose a ciertas reglas escritas numeradas en rojo. De otra pared colgaba el mapa de la ciudad. Bajo el mapa, una pequeña y frágil estantería abría hueco a su magro contenido: una amarillenta guía de trenes, un listín de hoteles aún más pequeño y callejeros y guías telefónicas de Baltimore, Washington y Filadelfia. Junto al lavabo blanco del rincón se alzaba un tambaleante perchero de roble, que sostenía un sombrero hongo y un abrigo negro. Las cuatro sillas de la estancia no guardaban la menor relación, salvo su vejez. Además de los pies del propietario, la arañada tapa del escritorio contenía un teléfono, un tintero manchado de negro, un montón de papeles desordenados que hacían referencia a delincuentes escapados de ésta o aquella cárcel, y un cenicero gris que albergaba tanta ceniza y colillas de puros como podía contener un recipiente de esas dimensiones.

Una fea oficina…, cuyo propietario era aún más feo.

Tenía la cabeza cuadrada y en forma de pera. Demasiado pesada, ancha y de mandíbula contundente, se estrechaba al subir hasta el pelo entrecano, corto e hirsuto que brotaba encima de una frente estrecha e inclinada. Su tez era de un marcado rojo oscuro, su piel de textura áspera y cubierta de gruesas capas de grasa. Estas carencias de elegancia elemental no configuraban, en modo alguno, la plenitud de su fealdad. Le habían hecho algo a sus facciones.

Si mirabas su nariz desde cierta perspectiva, te parecía que estaba torcida. Si la observabas desde otro ángulo, te convencías de que no estaba torcida, sino de que carecía de forma. Al margen de lo que opinaras de su nariz, su color era indiscutible. Las venas habían reventado en mil hilillos que cubrían su superficie colorada con brillantes estrellas rojas, espirales y garabatos desconcertantes que parecían albergar un mensaje secreto. Tenía los labios gruesos y de piel dura. Entre el labio superior y el inferior apuntaba el brillo metálico de dos sólidas hileras de dientes de oro, la de abajo se superponía sobre la de arriba, de tan corta que era la abultada mandíbula. Sus ojos —pequeños, hundidos y de color azul claro— estaban tan inyectados en sangre que pensabas que sufría un fuerte resfriado. Las orejas explicaban una faceta de años pretéritos: estaban engrosadas y retorcidas, eran las orejas en forma de coliflor de un pugilista.

Un hombre feo de cuarenta y tantos años, repantigado en la silla y con los pies sobre el escritorio.

La puerta con placa dorada se abrió y otro hombre entró en la oficina.



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