Un corazón lleno de estrellas by Álex Rovira & Francesc Miralles

Un corazón lleno de estrellas by Álex Rovira & Francesc Miralles

autor:Álex Rovira & Francesc Miralles
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Autoayuda
publicado: 2010-08-09T22:00:00+00:00


que escogemos para el viaje de la vida.

11

La dama y los vagabundos

El sábado Michel tenía permiso para dormir hasta pasadas las nueve, pero a las ocho de la mañana ya se puso en pie y bajó a la cocina. A aquella hora las monjas que se ocupaban del orfanato desayunaban y compartían las anécdotas del día anterior.

Quizá por eso notó un par de miradas de reprobación cuando se sirvió dos rebanadas de pan con un poco de mermelada y medio vaso de leche. Se sentó con su plato en un extremo de la mesa, a dos sillas de distancia de las religiosas.

No obstante, al advertir la mirada de la monja enfermera no pudo evitar preguntarle por su amiga.

—Todo igual —repuso la monja—. Bueno, casi igual.

La voz de Michel tembló al preguntar:

—¿Qué ha cambiado?

—Tiene el pulso muy irregular. Te prohíbo que vuelvas a acercarte al hospital hasta que yo te lo diga, ¿entendido? No te hará ningún bien verla... Ni a ella tampoco.

Las mejillas de Michel se encendieron de furia y desesperación. La enfermera zanjó el tema diciendo:

—Puedes darme otra rosa si quieres. La pondré en el vaso junto a la otra.

Como toda respuesta, el pequeño hundió la mirada en el vaso vacío. Decidió que aquel día cosecharía dos estrellas en lugar de una. Y tres al día siguiente. Luego rezó en silencio para que Eri resistiera hasta el lunes, porque pese a lo que dijera la monja pensaba llegar con un corazón lleno de estrellas.

El resto de la mañana Michel se ofreció voluntario para trabajar en el jardín. Quería estar ocupado con algo hasta que se abriera la puerta, cosa que no sucedería hasta las tres, como de costumbre. Los niños del orfanato sólo podían abandonar el centro por la mañana cuando eran invitados oficialmente a algún acto. Por ejemplo, cuando el teatro municipal ofrecía una función infantil y reservaban un par de filas para los pobres.

Deseaba que el tiempo corriera más deprisa pero que el de Eri se detuviera. Nada nuevo debía suceder hasta que él pudiera llegar con el remedio del curandero, aunque empezaba a dudar de que sirviera para algo.

Torturado por estos pensamientos, arrancaba hierbajos al lado de la valla cuando vio pasar a una mujer de la cual tiraban seis perros. Los animales de diversas razas y tamaños parecían ganar la batalla a su sufrida paseadora.

Al percatarse de que Michel contemplaba la escena, se detuvo y le habló con voz aflautada.

—¿Me echas una mano? Desde que han olido el primer rayo de sol estos chicos tienen demasiado brío.

—Estaría encantado de ayudarte —repuso Michel—, pero no me dejan salir de aquí. Todavía no es la hora.

—Bueno, entonces ayúdame a atarlos. Necesito un descanso.

Con la mano libre le tendió a través de los barrotes del orfanato el extremo de una cuerda. Michel la ató al hierro con pericia de marinero —siempre había sido bueno haciendo nudos— y luego hizo lo mismo con el resto de cuerdas hasta que la familia canina quedó a buen recaudo.

Aliviada, la dama se apoyó en los barrotes entre un coro de ladridos de desaprobación.



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