Un amor en Bangkok by Napoleón Baccino Ponce de León

Un amor en Bangkok by Napoleón Baccino Ponce de León

autor:Napoleón Baccino Ponce de León
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Variada
publicado: 1997-08-09T22:00:00+00:00


XXVII

La chicharra del teléfono la sobresaltó; fue como si regresara de pronto de un viaje muy largo.

Instintivamente accionó el interruptor de la lámpara del tablero, se colocó los auriculares y, todavía confusa, dijo:

—Hello...

No sabía por qué había empleado aquella palabra que no usaba ni siquiera en la época de los ingleses.

En general contestaba con el nombre de la localidad, era lo que se estilaba. De lo contrario, con un castizo «hola». NÍ siquiera le gustaba decir «aló» como a muchas de sus colegas en todo el país. Ella lo consideraba snob. Y de pronto le había salido aquella palabrita inglesa, justo cuando era el juez Gordon el que aguardaba del otro lado tic la línea.

—¡Qué idiota! —se dijo al tiempo que intentaba una disculpa—: Lo siento, señor juez, es que estaba esperando una llamada internacional —mintió, y enseguida quedó demudada: acababa de cometer un segundo error, aún más grave que el primero. Había violado la regla de oro de una telefonista, admitiendo, nada menos que ante el juez de paz, que todas las voces no eran iguales.

¡Qué falta de profesionalismo!, pensó dominada por la rabia y con ganas de ponerse a llorar.

—No, señor. ¿Con quién le comunico? —insistió, tratando de sobreponerse al mal trance y de recuperar el tono monocorde y profesional de siempre. Al menos hasta donde le fuera posible, puesto que el propio Gordon parecía empeñado de pronto en personalizar el servicio. Y ella no sabía cómo salir del paso sin arriesgar el anonimato. Esa era la clave de bóveda sobre la que reposaba la relación que la telefonista había ido construyendo a lo largo de los años.

El secreto le permitía preservar la dignidad y el buen nombre, sin renunciar a la ilusión.

El juez de paz no debía conocer su identidad bajo ningún concepto, de lo contrario la situación se le iría de las manos y terminaría haciendo el ridículo.

De ahí su empeño en no darle ninguna pista. Prestarse al juego, sí, pero hasta donde el anonimato no corría peligro.

El juez parecía entenderlo y se prestaba de buen grado; quizá él tampoco deseaba exponerse a una desilusión, pensó la telefonista.

Así que sus diálogos se asemejaban, en apariencia, a los que mantenía con cualquier usuario del servicio. Que era lo que correspondía, por otra parte; ya que el teléfono era un servicio público, se dijo.

La diferencia estribaba en el tono de voz, en la forma de modularla, en el ritmo de la frase, en la cadencia con que empleaba las mismas expresiones impersonales de siempre.

Era una cuestión de oído. El suyo era un mensaje casi musical.

Allí estaba la punta del iceberg, pero su enorme masa yacía oculta bajo la superficie calma de las aguas, acechando con sus peligros.

Por eso la telefonista no se perdonaba haber dicho: «Lo siento, señor juez.»

Ese había sido un error fatal. Ella misma había dado el pie para aquellas preguntas inconvenientes con las que él trataba de inmiscuirse en su trabajo y en su vida personal.

Es verdad que se había limitado a decir que desde el cierre del frigorífico no debían ser muchas las llamadas internacionales.



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