Tres grandes robles junto a los avellanos by Jose Gil Romero & Goretti Irisarri

Tres grandes robles junto a los avellanos by Jose Gil Romero & Goretti Irisarri

autor:Jose Gil Romero & Goretti Irisarri [Gil Romero, Jose & Irisarri, Goretti]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Terror
editor: ePubLibre
publicado: 2020-10-01T00:00:00+00:00


Los jirones de nubes se habían ido solapando unos sobre otros hasta tapar el sol; privado de su juego de rayos de luz, el techado de hojas que sombreaba el camino daba la impresión de ser un angosto túnel, encaminado hacia lo más profundo del bosque.

Aunque ninguno de los dos habló durante un buen rato, Grigoryev sabía que cada uno mantenía una conversación consigo mismo, aunque solo fuese por despejar la mente de los horrores que acababan de vivir. Como buen solitario, él mismo estaba acostumbrado a trepar y destrepar por los escalones de sus pensamientos.

Miró a la Nikolaevna, tan callada; evidentemente era una mujer fuerte, forjada en los rigores del bosque, pero sabía el maestro que no se quita la vida de un hombre todos los días.

—¿Cómo se siente, Zenya Nikolaevna?

—¿Por haber disparado, dice? —respondió.

Y, cabizbaja, se encogió de hombros.

Iba a decir algo el sangrador, pero decidió dejar a la mujer resolver a gusto los dimes y diretes que tuviera con su conciencia, y se concentró en la búsqueda de la hierba que necesitaba, dirigiendo los experimentados ojos a cada posibilidad del terreno. Aquel suelo que ahora pisaban, cubierto de aguja de pino, suponía una excelente morada para muchas especies, que crecían al abrigo de esa capa de delicioso abono que se formaba entre la podredumbre y la tierra. «Ahí —pensó— asoma algo de color violáceo». Apartó la hojarasca con el pie, pero solo encontró una russula, de un morado brillante.

—La cabaña de esa mujer, la que la señora Rabbek llamó «de la bruja», ¿queda lejos todavía?

—Un rato caminando.

El maestro observó de reojo a la mujer.

—¿Se encuentra bien? ¿Quiere que volvamos atrás?

—No —replicó ella—. Estoy bien.

Si había alguien sobre la faz de la Tierra que no necesitara de protección era Zenya Nikolaevna. Un rubor acudió a las mejillas del maestro sangrador.

—Lamento haberme escandalizado antes —dijo.

Nada respondió ella y tampoco quiso él abundar en el tema: le hacía sentir ridículo.

Acabaron saliendo del pasillo de enredaderas, árboles y arbustos y accedieron a una garganta; se vieron flanqueados por dos paredes de piedra.

«¿Y ahí arriba? —pensó Grigoryev deteniéndose—. Al aconitum le gustan las rocas».

Entreveía algo azulado, pero era apenas era un fulgor, poco definido. Fuera lo que fuese, colgaba en lo alto de una pared de roca tan empinada que solo una cabra joven se animaría a subir.

—Y yo no soy una cabra, eso es seguro.

—¿Decía algo, maestro?

—Que voy a necesitar que me ayude, Zenya Nikolaevna.



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