Todos los jóvenes tristes by Francis Scott Fitzgerald

Todos los jóvenes tristes by Francis Scott Fitzgerald

autor:Francis Scott Fitzgerald [Fitzgerald, Francis Scott]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Histórico, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1925-12-31T16:00:00+00:00


4

Anduvieron sin hablar salvo cuando Carl Miller saludaba maquinalmente a quienes se cruzaban con él. Solo la respiración entrecortada de Rudolph rompía el cálido silencio dominical. Su padre se detuvo con decisión ante la puerta de la iglesia.

—He decidido que lo mejor es que vuelvas a confesarte.

Dile al padre Schwartz lo que has hecho y pide perdón a Dios.

—¡Tú también has perdido los estribos! —repuso Rudolph al momento.

Carl Miller dio un paso hacia su hijo, quien, prudentemente, retrocedió.

—Vale, me confesaré.

—¿Vas a hacer lo que te he dicho? —clamó el padre en un murmullo ronco.

—Sí, sí.

Rudolph entró en la iglesia y por segunda vez en dos días se acercó al confesionario y se arrodilló. La celosía se abrió casi al instante.

—Me acuso de no haber rezado al despertarme.

—¿Nada más?

—Nada más.

Le invadió un júbilo lastimero. Jamás de los jamases volvería a anteponer con tanta facilidad una abstracción a las exigencias de su orgullo y su comodidad. Había rebasado una línea invisible y se había hecho plenamente consciente de su soledad, la cual no solo abarcaba sus momentos como Blatchford Sarnemington, sino toda su vida interior. Hasta entonces, fenómenos como sus ambiciones «disparatadas» y sus temores y timideces mezquinos no habían sido más que recovecos secretos, incógnitos ante el trono de su alma oficial. Inconscientemente, ahora sabía que aquellos recovecos secretos eran su propio yo, él mismo, y todo lo demás mera fachada lustrosa engalanada con una enseña convencional. La presión de su entorno lo había empujado al camino secreto y solitario de la adolescencia.

Se arrodilló delante del banco junto a su padre. La misa comenzó. Mantenía la espalda erguida —cuando estaba solo apoyaba el trasero en el banco— y saboreaba la idea de venganza, una venganza fina y sutil. Junto a él, su padre rogaba a Dios que perdonara a Rudolph y también pedía perdón por su arrebato de ira. Miró de soslayo a su hijo y se sintió aliviado al ver que el gesto tenso y rabioso había desaparecido y que había dejado de sollozar. La gracia de Dios intrínseca al sacramento haría el resto, y quizá todo mejoraría después de misa. En el fondo estaba orgulloso de Rudolph y empezaba a sentirse sincera y formalmente arrepentido de lo que había hecho.

Para Rudolph la colecta para la limosna era un momento muy importante de la misa. Si, como sucedía a menudo, no tenía dinero, se sentía furiosamente avergonzado, inclinaba la cabeza y fingía no ver la cesta so pena que Jeanne Brady, sentado en el banco vecino, se percatara y barruntase una grave indigencia familiar. Sin embargo, aquel día miró fríamente la cesta cuando pasó rozándole, advirtiendo con un interés momentáneo que contenía muchas monedas de un centavo.

Se estremeció cuando tintineó la campanilla para la comunión. No le faltaban motivos a Dios para pararle el corazón. En las últimas doce horas había cometido una serie de pecados mortales, a cual más grave, y ahora se disponía a rematar la faena con un sacrilegio blasfemo.

—Domine, non sum dignum ut interes sub tectum



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