Tierras muertas by Núria Bendicho Giró

Tierras muertas by Núria Bendicho Giró

autor:Núria Bendicho Giró [Bendicho Giró, Núria]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 2023-03-15T00:00:00+00:00


8. ROSA

Fue mucha casualidad. Quién me iba a decir que en aquella historia que madre siempre nos había contado y que después mi padre en un momento de debilidad había continuado, yo también tendría cabida. Era una mañana de verano y los niños estaban fuera, jugando en la plaza. Yo tenía el pelo mojado, me chorreaba por debajo de la toalla. Las patatas hervían en la olla y yo aprovechaba la espera para matar hormigas, una tras otra aplastándolas con la yema de los dedos, y ahogaba con amoníaco cualquier agujero que me pareciese que pudiese hacer de escondrijo. Mi marido había salido. La casa estaba tranquila, tan mustia que me daba sueño. La luz que llegaba desde la ventana de la cocina calentaba el mármol, rayado y descolorido por toda la comida que había cortado allí encima. Cada tanto paraba de matar hormigas y me sentaba en el taburete. Dejaba que los pensamientos se me escapasen y volasen sin advertirlo hasta que me espabilaba y volvía a reanudar la tarea. Yo nunca había sido como mi madre. Como ella acostumbraba a decir, yo no había nacido con prisa. Ni tampoco la había tenido más tarde. Comprendí antes que nadie que la vida era eso, ir dejando pasar las cosas. No he envidiado nunca a nadie que tuviese algo que hacer, ni deseos que cumplir. Mi marido llegó sin que lo esperase y también lo hicieron los dolores del parto y la niña y después el niño. Y así todo lo demás. Cuando me di cuenta de que estaba engordando, también acepté que la vida me llevase por aquellos vericuetos y poco a poco aprendí a querer otra vez mi cuerpo, completamente nuevo y colmado y lleno de vida. Y cuando tenía un rato me ponía delante del espejo y desnuda me contemplaba y con las manos me tentaba la carne y me imaginaba que yo era mi marido deseándome. Aquello me excitaba. Pero lo que más me gustaba era sentarme en una esquina de la cama y con ambas manos sobarme las nalgas y notar la porosidad de la grasa moviéndose por dentro como si tuviese vida. Entonces mis manos dejaban de ser mías y pasaban a ser las de mi marido, que como un perro me cogía por detrás y me obligaba a permanecer de espaldas, inmóvil, hasta que con su líquido me marcaba bien adentro, en la oscuridad de la cueva, que era como él la llamaba. Y mientras mi mente imaginaba que aquella cosa blanca se me derramaba entre las piernas, por lo general ya había llegado al orgasmo y reanudaba las tareas de la casa, bien descansada y sucia, embriagada como un animal.

Cuando aquella mañana me di cuenta de que las patatas empezaban a abrirse y de que las había hervido demasiado, apagué el fuego y pasé agua por el mármol para limpiar los restos de amoníaco antes de aplastar allí las patatas y la col para preparar el trinxat. Los niños seguían jugando en la plaza y yo todavía tenía un rato para mí sola antes de ponerme a freír el tocino.



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