The last word by Caroline March

The last word by Caroline March

autor:Caroline March
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico
publicado: 2015-12-02T23:00:00+00:00


A mediados de esa misma semana comí con Marina. Tenía una reunión en el centro y le pillaba bastante cerca de mi trabajo. Cuando llegué al lujoso y carísimo restaurante que ella había elegido, ya estaba esperándome en una mesa al fondo. Ojeaba la carta distraída, pero la conocía demasiado bien como para saber que aquella inusual comida tenía un propósito concreto.

Pedimos un verdejo Rioja y el menú degustación. Durante los primeros minutos conversamos sobre varias cosas intrascendentes. Le dejé tiempo al vino para que hiciera efecto. Finalmente, se sinceró:

—Sabri, hemos conocido a un hombre.

Tragué rápidamente y la miré inquisitiva.

—¿Habéis? ¿Fran y tú? ¿Y qué es? ¿Un asesor fiscal? ¿Un abogado? ¿Un…

—Stripper

—Pues vaya, curiosa profesión.

Ella entornó sus bonitos ojos castaños hacia mí.

—¿Eso es todo lo que piensas decir? —inquirió.

—No, te aseguro que lo que pienso no lo voy a decir. —Disimulé una sonrisa.

—Por eso te lo cuento precisamente a ti, porque eres la que nunca juzga a las demás.

—Gracias, no creo merecer tal honor. —Le cogí la mano apreciando su incomodidad.

—Fran y yo hemos pasado una temporada difícil, incluso hemos hablado de separarnos. Llegamos a ir a un consejero matrimonial. —Abrí los ojos con sorpresa—. Una pérdida de tiempo y dinero, te lo aseguro. Hasta que un día unos amigos nos presentaron a Marcel. No voy a entrar en detalles…

—No es necesario, para eso está Esther.

Ambas sonreímos.

—Pero el caso es que ambos hemos descubierto una nueva faceta en nuestra relación.

—El perfecto triángulo.

—Exacto.

—Ten cuidado, Marina. Estas cosas no suelen durar demasiado.

—Lo sé, pero creo que necesito vivir el presente tal y como se presenta. Ya soy mayor para poder mirar al pasado sin avergonzarme de nada y quiero seguir así.

—Conozco esa sensación. Llegamos a una edad en la que únicamente somos responsables de nosotros mismos y no debemos dar explicaciones a nadie.

—Sabía que no me equivocaba contigo.

Le sonreí de nuevo. Cierto era que me había sorprendido, pero la vida de Marina, como la de cualquier otra mujer, tenía sus secretos y sus esqueletos en el armario. Su amistad compensaba cualquier cosa.

—Y ahora, cuéntame —añadió Marina—. ¿Cayó alguno de los chicos de la otra noche?

Suspiré con hastío. Seguro que ya había hablado con Esther y con Claudia.

—El de Esther sucumbió, el de Claudia parece interesado y Héctor me acompañó a casa.

—Un resumen muy escueto. Por lo menos ya sabemos qué nombre tiene el moreno de ojos azules.

—No hay nada, Marina. Probablemente no lo vuelva a ver.

—¿Quién sabe?

—Yo lo sé. —Comprobé la hora y pedí la cuenta—. Esta, la pagas tú.

—La paga la empresa. —Me guiñó el ojo y entregó la tarjeta de crédito.

Cuando salimos del restaurante el cielo se había tornado plomizo y la ausencia de aire, asfixiante. Se preveía una tormenta que asomaba sobre el horizonte de los rascacielos. Decidimos coger un taxi. Una vez instaladas en el interior, volvió a preguntar:

—¿Qué tiene de malo Héctor?

—Nueve años menos que yo.

—Y dale con lo mismo. Mira que eres pesada.

Confirmado: había hablado con Esther y Claudia.

—Además es escritor.

—Vaya, ¿eso ahora se ha convertido en un insulto?

—Depende de lo que escribas.



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