Tarzan Y El Leon De Oro by Edgar Rice Burroughs

Tarzan Y El Leon De Oro by Edgar Rice Burroughs

autor:Edgar Rice Burroughs
La lengua: es
Format: mobi, epub
Tags: Infantil
publicado: 2011-01-19T23:00:00+00:00


XII

Los lingotes de oro

Esteban Miranda interpretaba el papel de Tarzán de los Monos ante los waziri durante apenas un día cuando empezó a darse cuenta de que, incluso con el lapso de memoria que su supuestamente dañado cerebro le provocaba, iba a ser muy dificil proseguir con el engaño indefinidamente. En primer lugar, Usula no parecía para nada complacido ante la idea de limitarse a arrebatar el oro a los intrusos y luego huir de ellos. Tampoco sus guerreros se mostraban muy entusiasmados con el plan. En realidad, no concebían que unos golpes en la cabeza pudieran convertir a su Tarzán de los Monos en un cobarde, y huir de los negros de la costa oeste y de un puñado de blancos inexpertos daba la impresión de ser un acto de cobardía.

Por todo ello el español decidió que se estaba preparando para sí mismo algo que no era un lecho de rosas, y que cuanto antes abandonara la compañía de los waziri, mayor sería su esperanza de vida.

Cruzaban una jungla bastante abierta, la maleza no era particularmente densa y los árboles estaban bastante dispersos, cuando de pronto, sin previo aviso, les atacó un rinoceronte. Ante la consternación de los waziri, Tarzán de los Monos se volvió y huyó en busca del árbol más próximo en el instante en que sus ojos se posaron en Buto. En su prisa Esteban tropezó y cayó, y cuando por fin llegó al árbol, en lugar de saltar con agilidad a las ramas inferiores intentó trepar por el grueso tronco como un niño, aunque lo único que hizo fue resbalar y caer de nuevo al suelo.

Entretanto Buto, que atacaba atraído por el olor o por el ruido, más que por la vista, que es bastante limitada, se había desviado de su dirección original para ir tras un waziri y, después de fallar en su intento de alcanzar al tipo, había desaparecido detrás de los arbustos.

Cuando Esteban al fin se recuperó y descubrió que el rinoceronte se había ido, se vio rodeado por un semicírculo de fornidos negros, cuyos rostros mostraban expresiones de piedad y tristeza, mezcladas, en algunos casos, con un leve desprecio. El español vio que su terror había causado una herida prácticamente irreparable, aunque se agarró desesperado a la única excusa que se le ocurrió.

–Mi pobre cabeza… -exclamó, apretando ambas manos a sus sienes.

–El golpe fue en tu cabeza, bwana -dijo Usula-, y tus leales waziri creían que el corazón de su amo no conocía el miedo.

Esteban no respondió, y ellos reanudaron la marcha en silencio, y así continuaron hasta que llegaron antes del anochecer al campamento en la orilla del río, justo encima de una cascada. Durante la tarde Esteban había ideado un plan para escapar de su dilema y, en cuanto hubieron acampado, ordenó a sus waziri que enterraran el tesoro.

–Lo dejaremos aquí -dijo-y mañana partiremos en busca de los ladrones, pues he decidio castigarles. Hay que enseñarles que no pueden entrar en la jungla de Tarzán con impunidad. La herida que recibí en la cabeza fue lo único que me impidió matarles cuando descubrí su perfidia.



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