Tarzan, Señor de la Jungla by Edgar Rice Burroughs

Tarzan, Señor de la Jungla by Edgar Rice Burroughs

autor:Edgar Rice Burroughs [Burroughs, Edgar Rice]
La lengua: es
Format: mobi
Tags: General Interest
publicado: 2009-12-13T03:19:41+00:00


XIII

En el bait de Said

Ibn Jad esperó tres días en su manzil, pero no apareció ninguno de los guías galla prometidos por Batando que debían guiarlos al valle. Por ello envió una vez más a Fejjuan para que se entrevistara con el jefe y le pidiera que se apresurara, ya que Ibn Jad no había olvidado la existencia de Tarzán de los Monos, ni el temor de que pudiera acercarse de nuevo al campamento para amenazarle y castigarle.

Sabía que a esas alturas se encontraba fuera del territorio de Tarzán, pero también sabía que, cuando las fronteras eran tan vagas, no podía tener ninguna seguridad que le permitiera sentirse a salvo de represalias. Deseaba que Tarzán esperase que regresara a través de su territorio, cosa que Ibn Jad había decidido evitar. En su lugar planeaba moverse directamente hacia el oeste, y pasar por el norte del territorio del hombre mono hasta dar con el sendero por el que había llegado del desierto.

Junto a Ibn Jad en el mukad del jeque estaba sentado su hermano Tollog, así como Fahd y Stimbol, además de otros árabes. Hablaban del retraso de Batando, temerosos de sufrir una traición, ya que era obvio que el anciano jefe estaba reuniendo en esos momentos un numeroso ejército de guerreros, y aunque Fejjuan hizo lo posible por asegurarles que no se emplearían contra los árabes si Ibn Jad no recurría a la traición, no por ello temían menos el peligro que suponía su cercanía.

Ateja, ocupada en las tareas del harén, no cantaba ni sonreía como solía hacer, ya que en su corazón anidaba un gran pesar por su amado. Prestaba atención a lo que se hablaba en el mukad, aunque no le interesaba en absoluto. Sus ojos apenas se asomaban al mundo que había tras la cortina que separaba la tienda de las mujeres del mukad, y cuando lo hacían sentía un odio encendido en su interior cuando sus pupilas recalaban en la persona de Fahd. Contemplaba el exterior cuando vio que Fahd miraba alrededor del manzil con los ojos abiertos de par en par.

–¡Billah, Ibn Jad! – gritó el hombre-. ¡Mirad!

Al igual que el resto, Ateja miró en la dirección que señalaba Fahd, y ahogó un grito de sorpresa que los hombres expresaron con una maldición. En pleno manzil, en dirección a la tienda del jeque, caminaba un gigante de piel broncínea armado con una lanza, flechas y un cuchillo. A su espalda llevaba colgado un escudo, y alrededor del hombro hasta caer en su pecho, una cuerda cuyas largas fibras sostenía con una de sus manos.

–¡Tarzán de los Monos! – exclamó Ibn Jad-. ¡Que la maldición de Alá caiga sobre él!

–Seguro que ha traído a sus guerreros negros, y que le esperan ocultos en la espesura -susurró Tollog-. De otra forma no se atrevería a entrar en el manzil de los Beduw.

A Ibn Jad le dolía el pecho, y pensaba rápidamente en algo que hacer cuando el hombre mono se detuvo frente a la abertura de la tienda.



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