Tartarín en los Alpes (Ilustrado) by Alphonse Daudet

Tartarín en los Alpes (Ilustrado) by Alphonse Daudet

autor:Alphonse Daudet [Daudet, Alphonse]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Sátira, Juvenil
editor: ePubLibre
publicado: 1885-06-22T16:00:00+00:00


—Ha sido culpa tuya, Pascalón —dijo el comandante—. Has silbado y la has asustado.

—¿Que he silbado yo?

—Entonces ha sido Espiridión.

—¡De ninguna manera!

Y, sin embargo, se había escuchado un silbido estridente y prolongado. El presidente zanjó la discusión refiriendo que, cuando se aproximaba un enemigo, la gamuza emitía un sonido agudo por sus narices. ¡Este diablo de Tartarín conocía tan perfectamente este tipo de caza como todas las demás! A una llamada del guía se pusieron en camino. Pero la pendiente se hacía cada vez más pina y las rocas más escarpadas, con hoyos a izquierda y derecha. Tartarín iba en cabeza y se volvía a cada momento para auxiliar a sus delegados, a los que tendía la mano o la carabina.

—La mano, la mano, si no le importa —le pedía el bueno de Bravida, al que daban mucho miedo las armas cargadas.

Nueva señal del guía, nueva parada de la delegación, oteando el aire.

—Me acaba de caer una gota de agua —murmuró el comandante, preocupado. Al mismo tiempo estalló la tormenta y aün fue más fuerte la voz de Excourbaniès.

—Ahora, Tartarín.

La gamuza acababa de saltar muy cerca de ellos, franqueando el barranco como un resplandor dorado, demasiado rápida para que Tartarín pudiera llevarse la carabina al hombro, pero no lo suficientemente rápida como para que no pudiera oír el prolongado silbido de sus narices.

—¡Vaya mala suerte! Tengo que echarle el guante —dijo el presidente, pero los delegados protestaron. Excourbaniès preguntó con acritud si había jurado exterminarlas.

—Querido ma… ma… maestro —baló tímidamente Pascalón—. Yo he oído referir que cuando se la acorrala contra el abismo, la gamuza se revuelve contra el cazador y se torna peligrosa.

—No la acorralemos, pues —dijo el terrible Bravida, con la gorra torcida.

Tartarín les llamó gallinas mojadas. Y, bruscamente, mientras discutían, desaparecieron unos a la vista de los otros, envueltos en un espeso vaho tibio que olía a azufre y a través del cual se llamaban y se buscaban:

—¡Eh, Tartarín!

—¿Está ahí, Plácido?

—¡Ma… ma… maestro!

—¡Conserven la sangre fría…! ¡Conserven la sangre fría!

Se había producido un auténtico movimiento de pánico. Después, un golpe de aire levantó la nube y se la llevó como si fuera una vela arrancada que flotaba en las zarzas, de donde surgió un resplandor en zigzag, junto con un espantoso trueno que estalló bajo los pies de los viajeros.

—¡Mi gorra…! —gritó Espiridión destocado por la tempestad, con los cabellos erizados y crepitando bajo los efectos de chispas eléctricas.

Se encontraban en pleno corazón de la tormenta, en la misma fragua de Vulcano. Bravida fue el primero en huir a toda velocidad. El resto de la delegación se lanzó tras él, hasta que les retuvo un grito del P.C.A., que pensaba en todo.

—¡Desgraciados! ¡Cuidado con los rayos!

Por otra parte, además del auténtico peligro que les acechaba, apenas si se podía correr por aquellas pendientes abruptas, abarrancadas, transformadas en torrentes, en cascadas por toda el agua del cielo que caía.

El retorno a la posada fue siniestro, a paso lento bajo el aguacero, entre los cortos resplandores seguidos de explosiones, con resbalones, caídas, paradas forzosas.



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