El fantasma de Canterville by Oscar Wilde

El fantasma de Canterville by Oscar Wilde

autor:Oscar Wilde
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Humor
publicado: 1887-02-01T05:00:00+00:00


Capítulo V

Unos días después, Virginia y su adorador de cabello rizado dieron un paseo a caballo por los prados de Brockley, paseo en el que ella se desgarró su vestido de amazona al saltar un seto, y de vuelta a su casa, entró por la escalera de detrás para que no la viesen.

Al pasar corriendo por delante de la puerta del salón de tapices, que estaba abierta de par en par, le pareció ver a alguien dentro. Pensó que sería la doncella de su madre, que iba con frecuencia a trabajar a esa habitación.

Asomó la cabeza para encargarle que le cosiese el vestido.

¡Pero con gran sorpresa suya quien estaba allí era el fantasma de Canterville en persona!

Estaba sentado junto a la ventana contemplando las hojas doradas, que danzaban en el aire, desprendidas de los árboles amarillentos, y las hojas bermejas que bailaban locamente a lo largo de la gran avenida.

Tenía la cabeza apoyada en una mano y toda su actitud revelaba el desaliento más profundo.

Realmente presentaba un aspecto tan desamparado, tan abatido, que la pequeña Virginia, en vez de ceder a su primer impulso, que fue echar a correr y encerrarse en su cuarto, se sintió llena de compasión y se decidió a ir a consolarle.

Tenía la muchacha un paso tan ligero y él una melancolía tan honda, que no se dio cuenta de su presencia hasta que le habló.

—Lo he sentido mucho por usted —dijo—, pero mis hermanos regresan mañana a Eton y entonces, si se porta usted bien, nadie le atormentará.

—Es absurdo pedirme que me porte bien —le respondió contemplando estupefacto a la jovencita que tenía la audacia de dirigirle la palabra—. Perfectamente inconcebible. Me es necesario arrastrar mis cadenas, gruñir a través de las cerraduras, y deambular en la noche. Si es a eso a lo que se refiere, le diré que todo ello es la única razón de mi existencia.

—Ésa no es una razón para vivir molestando a la gente. En sus tiempos fue usted muy malo, ¿sabe? La señora Umney nos contó el mismo día en que llegamos, que usted mató a su esposa.

—Sí, lo reconozco —respondió petulante el fantasma—. Pero fue un asunto de familia que a nadie le importa.

—Está muy mal eso de matar a alguien —replicó Virginia, que a veces adoptaba una dulce actitud puritana, heredada posiblemente de alguno de sus antepasados de la vieja Nueva Inglaterra.

—¡Oh, detesto la ramplona severidad de la ética abstracta! Mi esposa era muy poco agraciada y simplona. Nunca pudo almidonar bien mis puños, y no sabía nada de cocina. Vea usted, un día cacé un magnífico cervatillo en los bosques de Hogley, un espléndido gamo, ¿y sabe usted cómo me lo sirvió en la mesa? Bueno…, eso ahora no importa, ya pasó; pero sin embargo, no hallo nada bien que sus hermanos me dejasen morir de hambre, aunque yo la hubiese matado.

—¡Le dejaron morir de hambre! ¡Ay, señor fantasma! ¡Quiero decir, don Simon! ¿Tiene usted hambre? Tengo un sandwich en mi costurero, ¿no lo quiere?

—No, gracias, ahora ya no necesito comer; pero de todas maneras, es usted muy amable.



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