Sonia y el ladrón de besos by Eva D. Island

Sonia y el ladrón de besos by Eva D. Island

autor:Eva D. Island [Island, Eva D.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Romantica
publicado: 2018-05-10T07:00:00+00:00


17

Tres en uno

«Ánimo, la vida te sonríe, Sonia», me convencí al salir a la calle. Mi vida había cambiado mucho en solo unas semanas: tenía una rica actividad social, el gimnasio iba fenomenal y hasta me invitaban en el bar. La dieta empezaba a dar sus frutos. Y mi armario me había rejuvenecido. Eso sí, era obligada la compra de ropa de temporada, sobre todo para lucir nuevos modelitos y, en breve, para exhibir mi tipito. La asignatura pendiente seguía siendo la lencería. ¡Aún iba con las bragas de cuello alto! De momento, no necesitaba material de artillería, pero ya lo dice el refrán: «Mujer precavida vale por dos».

Me sentía estupendamente. Superaba los miedos y ganaba en autoconfianza cada día. Probablemente siempre tendría una mirada tierna de la vida, cándida quizá, pero qué le iba a hacer. Cada una tiene su prisma. Era mi marca personal e intransferible.

Ah, y tenía ya en mi mesita de noche el tesoro que nos había mostrado Vicky en Uñas Esmeralda. No me pude resistir a la tentación y me lo compré por internet. Ciento diecinueve eurazos me soplaron, pero del precio me olvidé tan pronto pude comprobar sus magníficas vibraciones.

Desde que había visto a Tripiquilabing, cuando no iba al gimnasio, daba un paseo con Tiger para ver si lo veía de nuevo. Había empezado por el barrio, cerca del gimnasio, pero poco a poco amplié el territorio y tracé un plan de búsqueda sistemática. Cogí un mapa de la ciudad y dividí las calles por colores. Marqué cada área con un número y arranqué con las pesquisas.

Salía de batida, hacía ejercicio y Tiger evacuaba. Un tres en uno. Además, meterme en la piel de una detective me ponía. Sabía que sería complicado encontrarlo, casi imposible, pero no iba a desfallecer. Me lo había propuesto y lo iba a hacer sí o sí.

A Las Pipicañeras no les había contado nada de lo del autobús, ni mucho menos lo de mis nuevas investigaciones. Me hubieran insistido en que fuera a un psicólogo. Lo del loquero ya lo tenía descartado, así que prosperé en solitario. Cuando tuviera algo importante que decirles, ya se lo contaría.

Esa tarde era mi salida número siete. Me tocaba la zona de la plaza Lesseps, el pequeño San Francisco de Barcelona.

Recorrí la Travesera de Dalt desde el campo del Europa hasta la misma plaza. El móvil me indicó que había hecho 2.927 pasos. Conté a cincuenta y un hombres entre los treinta y los cuarenta años. Y de ellos, cinco con gorrita. Ninguno, obviamente, el hombre deseado. «Tranqui, Sonia. No pasa nada. No desesperes. Mañana, más», me daba moral a mí misma.

No lo tenía previsto, pero me dio por subir por la calle República Argentina. Serpenteé hasta alcanzar el puente de Vallcarca. La verdad. No fui hasta allí porque siguiera a Tripiquilabing, sino por una razón más banal. Quería ver una pintada de la película Tres metros sobre el cielo, una historia que me encantaba, aunque acabara mal. Allí mismo, su protagonista, Hache,



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